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Dramaturgo, actor, director teatral y realizador cinematográfico argentino, Federico León ha hecho de la exploración de campos diversos y el cruce de perspectivas uno de los rasgos distintivos de su producción estética. En esta entrevista, León reflexiona sobre el lugar que ocupa la escritura en el proceso de construcción de sus obras, las tenues fronteras entre realidad y ficción a propósito del documental que realiza en este momento y los intercambios y contagios entre literatura, teatro y cine.
La mayoría de tus puestas teatrales surgió de un largo proceso de investigación, a excepción de ex antuán, el único texto que escribiste por fuera de ese sistema y que, además, no tenés previsto montar. ¿Qué lugar ocupa la escritura en ese proceso? ¿Está en el principio, “controlando” el trabajo posterior, o es una “traducción” de los ensayos?
El sistema fue similar en cada obra, pero al mismo tiempo muy diverso. Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack estaba totalmente escrita de antemano, pero se fue modificando con los ensayos y la versión final es totalmente diferente. Si bien los personajes y el baño se mantienen, hay cosas que se encontraron sobre la marcha que uno no puede prever. En cierto momento todos se meten en la bañadera y eso surgió de una improvisación. La guerra de galletitas, que es toda una escena, tampoco estaba en el texto original. Todo es susceptible de ser modificado sobre la base de lo que surge en los ensayos. Lo que fue sucediendo entre una obra y otra es que la textualidad está cada vez más al servicio de un trabajo de dirección. En Jack había escrito antes de los ensayos y corregía después. En El adolescente ya no pude escribir más fuera de los ensayos. Necesitaba estar permanentemente en contacto con esos actores que, cuando los veía, me proponían determinadas cosas. Trabajamos durante un año y medio, los últimos tres meses ocho horas, seis veces por semana. En los intervalos los actores iban a tomar café y yo me quedaba escribiendo allí, concretamente. La escritura fue un elemento más dentro del proceso general. Lo que me interesa para empezar un proyecto no tiene que ver con un texto sino con una idea de puesta o con un actor. En Jack era una bañadera llena de agua con una señora vieja adentro durante toda la obra. Me seducen más esas ideas que escuchar mis textos. Por otra parte, cuando se ensaya durante mucho tiempo, uno termina eligiendo lo mejor de todo lo que se trabajó. Hay elementos que recién en el octavo mes condensan todas las vueltas que dieron y encuentran su ubicación perfecta. La obra siempre condensa todas sus versiones anteriores. Y es interesante, también, que queden huellas de lo anterior. En Jack originalmente había un lavatorio. Pero el lavatorio se cayó dos veces, se pulverizó y simplemente quedó la marca. Ahí estaba la metáfora del proceso.
Podría decirse que para vos una obra es una suerte de palimpsesto: una escritura sobre otras escrituras en la que quedan huellas de lo anterior.
Hay cosas que necesitan ser provisorias para que aparezca lo definitivo. Y hay cosas provisorias que quedan. Al comienzo, en Jack, el pizarrón era el objeto más importante porque a través de él se traían mensajes del padre. Después fue quedando en un lugar relegado (en un momento se hace un dibujo), pero quedó.
El adolescente fue la única obra que escribiste a partir de un texto de otro. Por un lado, tomaste como punto de partida tus lecturas adolescentes de Dostoievski. Al mismo tiempo, en tu obra no hay situaciones ni personajes específicos de ninguna de sus novelas. ¿Qué diferencias encontrás entre partir de una idea tuya y de un texto de otro? ¿Cómo concebís la “adaptación” o el pasaje de lo literario a lo teatral?
La idea de trabajar a partir de Dostoievski surgió porque me parecía que había algo de mi textualidad que corría el riesgo de empezar a repetirse. Y en El adolescente la cuestión de la traducción para mí fue el tema. En principio, creo que cuando se parte de un texto de otro se visualizan mejor los procedimientos con los que se está trabajando. Uno de ellos fue la idea de la polifonía. Eso al comienzo surgió como un chiste: en la obra los actores cantan todo el tiempo; es decir, hubo una literalización de ese procedimiento. Al mismo tiempo, así como Dostoievski combina en una misma novela textos muy distintos (folletín con textos teóricos, textos elevados con otros cotidianos), en El adolescente trabajamos con registros de actuación diferentes, con soportes distintos: canto, coreografía, estados de actuación, recitados, puntería y precisión casi circenses, con textos de un autor no teatral combinados con los que surgen de las improvisaciones. En Dostoievski, en determinado momento, aparece el autor ficcionalizando su condición de escritor; sobre el final de nuestra obra aparece un actor que relata y le habla al público creando un tipo de distancia similar a la del autor. Hubo mucho traslado de ese tipo.
Es decir que el pasaje tuvo más que ver con procedimientos que con “temas”.
En una de las de cartas que Dostoievski le escribe a su hermano, le cuenta que un grupo quiere hacer Crimen y castigo en teatro. Y él les recomendaba justamente eso: olvídense de la historia, vayan a los procedimientos. El traslado debería ser por ahí. En nuestro caso, otra de las literalizaciones fue a partir de una frase que en Dostoievski se repite como una suerte de leit motiv: “Yo aplaudo eso”. Esa frase, que es una mala traducción de “yo apruebo eso”, terminó dando lugar a una acción recurrente en la que un personaje habla y es aplaudido por el resto. A mí me parece que hay mucho más Dostoievski en encontrar este tipo de condensaciones que en ilustrar Rusia y sus tapados de piel. Siento que El adolescente fue un trabajo más conceptual en el sentido de que poner adolescentes diciendo textos que yo leí cuando tenía la edad de ellos, para mí, ya es narrar. Después empecé a entender que había mucha cercanía entre Dostoievski y lo que yo venía haciendo: un autor que se camufla, que logra hablar a través de otros con lógicas muy distintas, que se diversifica en formas de asociar muy diferentes. Y esa es la forma en que yo construyo una obra. En Jack había un nene de diez años, una señora de setenta que venía con un tipo de actuación muy diferente del mío y del resto del grupo y hacía preguntas totalmente distintas. Ese explicar la obra, ese traducirle a la señora o al chico cosas muy básicas, ese dirigir de una forma al nene y de otra a la señora tenía que ver con esa diversificación. En general los directores arman grupos en los que existe la idea de un “nosotros”, un código común. A mí me interesa la diversidad, lo heterogéneo. Y me parece que Dostoievski es eso: diversidad, voces muy distintas. En El adolescente me interesaba especialmente hacer que los procedimientos literarios pudieran hallar su forma concreta y comprobable. Había una escena de adoctrinamiento, por ejemplo, que uno de los adultos tenía dificultades para decir y no se terminaba de armar. Y finalmente terminó diciéndola uno de los adolescentes a sus compañeros. Por eso también es imposible que yo pueda escribir fuera de los ensayos. Hay cosas de las que uno se da cuenta si suceden o no en el trabajo mismo. Me interesa esa relación entre el relato literal y el presente escénico con los objetos. Y eso, a la vez, con un relato más simbólico, más metafórico. En Jack hay un diálogo de ese tipo todo el tiempo. En un momento, todos se meten en la bañadera y la madre sale. El espectador podría entender que la madre sale porque se dio cuenta de que su hijo ya formó una familia, que la va a dejar. Y al mismo tiempo sale porque no entran cuatro personas en una bañadera.
Yo encuentro en tus trabajos dos polos que están como contrapuestos. Por un lado, una tendencia a construir mundos más bien cerrados, autónomos e incluso con una carga metafórica bastante fuerte, en donde el mar y el campo aparecen como referencias constantes. Por el otro, una apuesta a la cosa concreta y hasta a un realismo extremo: en Cachetazo de campo, las dos chicas que están llorando y moqueando desde el comienzo hasta el final de la obra, al punto de que si no lo hacen verdaderamente parecería que hay un efecto que en el espectador no se produce; en Jack, el agua que desborda la bañadera llegando hasta los pies de los espectadores y el televisor encendido que da la sensación de que la mujer podría electrocutarse en cualquier momento; en la primera escena de Todo juntos, la carneada del chancho.
Al principio, especialmente en el caso de Cachetazo, yo estaba interesado en investigar cierto contraste entre un tratamiento muy real de actrices que están llorando y textos más delirantes, disparatados, que van en otra dirección. Una actuación para un texto que no va de eso. Después de Jack me parecía que esa contradicción se había explotado hasta sus últimas instancias y, en el caso de El adolescente, el trabajo se centró alrededor de qué se puede ficcionalizar o si todo es “ficcionable”. Allí yo trabajé con cinco actores, y esa obra es finalmente la cantidad de variables que esas cinco personas tienen de relacionarse. Cómo funciona uno con otro independientemente del texto de Dostoievski y de mis ideas. La idea era trabajar, por un lado, con un adulto que quiere ser joven. Hacer una obra para un actor cuyo cuerpo no lo resista. Un tipo que tiene que correr, cantar, después quedarse quieto. Cosas muy contradictorias. Hay algo en esa sucesión de acciones que tiene que hacer el actor, una energía que es real. Después de correr mucho y hacer una rutina física es muy difícil cantar algo grave. Por otro lado, en el caso de los adolescentes, no son actores de veintiuno que hacen de dieciocho; son chicos que van a segundo año, que salen a bailar. Hay textos que quizás son complicados de decir para un chico que vive en Lanús y no tiene ningún contacto con el teatro. Por ejemplo: uno de los adolescentes está obligado a decir la El documental es sobre arte y marginalidad. Está centrado en la figura de Julio Arrieta, actor y director de teatro que vive en la Villa 21. Arrieta armó un grupo de teatro y en los últimos años se transformó en una suerte de manager de actores que ofrece sus servicios a productoras que, por ejemplo, buscan piqueteros. Él dice: “Hay actores que pretenden hacer de pobres y nunca probaron un guiso. Nosotros somos los que mejor hacemos de pobres.Vengan a buscarlos acá”.Arrieta coescribió y filmó una película con un joven director egresado de la Universidad del Cine, Sebastián Antico, a partir de una frase de un cuento de él que dice:“Nosotros también merecemos tener marcianos”. Para reclutar gente, Sebastián sacó mil fotos a gran cantidad de personas de la Villa con su cámara de fotos digital y después armó una especie de book que al mismo tiempo parece un prontuario de la policía. El hijo de Arrieta trabajó en el programa de Mauro Viale haciendo de preso que sale en libertad condicional, y cobró por Actores. Nosotros iríamos a la Asociación a hablar con la gente del sindicato a ver a quiénes consideran actores y a quiénes no. Luego entrevistaríamos a los actores que circulan por el bar y odian a los “no actores” porque les sacan trabajo. Llevaríamos a Adrián Caetano, que es como el director de los “no actores”, para debatir ese tema. Por otro lado, vamos a buscar material de actores profesionales haciendo de marginales: por ejemplo, Soledad Villamil en Un oso rojo haciendo de villera y tragándose las eses.
Actores que hacen de sí mismos versus actores “profesionales”: un poco la polémica que se desató con el neorrealismo italiano.
Arrieta dice ahora que algunos de sus representados ya podrían hacer de otras cosas además de de sí mismos: de abogados, de médicos. En lo que ya registramos de la filmación de ellos, una de las cosas que nos interesaba era cubrir cuándo Arrieta-actor era Arrieta. La película era adentro de su casa. Nosotros lo filmábamos antes de que entrara a actuar. Nos interesaba registrar los cambios, los pasajes, si había algo del músculo que cambiaba, si se colocaba un poco más o menos duro cuando actuaba, si los ojos le brillaban más. En realidad casi nunca era él; siempre estaba “haciendo de” sí mismo. El proyecto tiene mucho de ficción. A partir de la idea del book se nos ocurrió armar una página web apócrifa. Esta página web va a aparecer en un momento de nuestra película en que la Villa ofrece sus servicios: locaciones (casa tipo secuestro, pasillos para pelea), tipos de actores (los que pueden improvisar más, los que menos), etc. También queremos armar un festival de cine de todas las películas en las que participó la Villa; hacer una especie de currículum. Y al mismo tiempo, dice Arrieta, programar una película como Misión imposible porque si no, no van a venir a ver las otras.
Muchos dramaturgos de tu generación, además de escribir sus obras, las dirigen o las actúan: Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Javier Daulte. En tu caso, estudiaste actuación con Norman Briski, dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático y dirección de cine en el CIEVIC. Trabajaste en obras de otros, como Líquido táctil. Escribiste, dirigiste, actuaste y produjiste una película. Esa multiplicidad de perspectivas ¿en qué incide en tu concepción del hecho estético? ¿Esos roles conviven en vos pacíficamente o entran en colisión?
Yo actué en un comienzo pero no actúo más. En el caso particular de la película, había varias razones que me llevaron a actuar. En primer lugar, la actriz en ese momento era mi novia y la película trata de una relación de pareja que coincidía mucho con la nuestra. Nosotros éramos las personas reales. La película era una suerte de “documental” del proceso que estábamos pasando. En algún momento, empecé a darme cuenta de que en esa relación de pareja también había algo de la dinámica director/actriz. En la ficción ella es la que se expone y yo soy el que le pide cosas, como si de alguna manera estuviese “dirigiéndola”.Y en el rodaje sucedía algo muy parecido: estábamos los dos actuando y yo le daba indicaciones. Por último había algo concreto y es que en la película yo podía mirarme permanentemente y corregir. En el teatro es muy difícil que uno pierda la visión de la totalidad. Me parece que la inteligencia de un actor es sobre todo del adentro. Si uno, como director, está ejercitando su cabeza en el afuera, es muy difícil que se pueda entregar y tener impulsos sin estar pensando qué significa su propio movimiento dentro de la totalidad. Son músculos distintos.
La mayoría de tus obras se presentaron en varios festivales del mundo: Alemania, Francia, Holanda, Austria, Italia, Dinamarca, Escocia, Canadá, Bélgica, España, Brasil y Australia, además de Buenos Aires. ¿Qué diferencias registrás entre la recepción nacional y extranjera de tus espectáculos?
El público alemán, curiosamente, estaba mucho más cerca de El adolescente que el del San Martín. Las señoras del San Martín, de hecho, se enojaban mucho porque no “veían” a Dostoievski en la obra. Ahí me di cuenta de que es muy importante y muy difícil manejar la información que existe alrededor de la obra. En algún momento hasta llegué a cuestionarme si tendría que haber dicho que era de Dostoievski. Los alemanes en algunas cosas tenían menos información, pero tal vez están más acostumbrados a ver un tipo de teatro más cercano a este y eran mucho menos prejuiciosos. Después hay muchas cosas que sí, se pierden. Básicamente referidas al humor que tiene la obra, que por ahí no se perciben. Con Jack no pasaba eso, era bastante similar a la recepción de acá. Funcionaban muy bien los subtítulos.
En el caso de El adolescente, que es una coproducción del Kunsten Festival des Arts, de Bruselas, vos ya sabías de antemano que ibas a estrenarla en Europa y acá. ¿Tenés en cuenta la variabilidad del espacio escénico cuando concebís una puesta?
Generalmente lo técnico suele ser conflictivo. E inflexible. Nosotros tenemos cinco baúles que pesan mil kilos. En el caso de Jack, hubo algunos festivales latinoamericanos a los que no pudimos ir porque ellos mismos querían construir el baño para bajar los costos. Y no, los azulejos los pegamos nosotros. Además la escenografía entre función y función ya tiene su desgaste y es como un actor. Me gusta ese desgaste. No van a poder encontrar el liquidito para desgastarlo de la misma manera.
O sea que en ese caso no hay traducción. La puesta no cambia.
En lo más mínimo. El espacio es el mismo siempre. Una de las cuestiones con El adolescente era la acústica. Necesitábamos teatros que tuvieran reverberancia y no todos la tenían. En algunos lugares pusimos micrófonos con un volumen muy bajo para que no se notara. En el San Martín, por ejemplo, el sonido es muy seco porque es un teatro de texto en donde es preciso escuchar a los actores. En El Callejón hay chapas, cemento y la mezcla de materiales reverbera más. Si el teatro es enorme, hay algo de la energía que no rebota en las paredes.
En tu película Todo juntos la presencia de lo teatral es bastante fuerte. Ensayaste mucho previamente, fue coproducida por un festival de teatro, te manejás con dos personajes y la palabra ocupa un lugar importante. Da la impresión de que partiste de prácticas y procedimientos que tienen que ver con el teatro. ¿Qué tipo de diálogo te interesa entre el teatro y el cine?
En el caso de la película, si bien se improvisó muchísimo, en un momento dejamos de ensayar y yo escribí el guión. Y ese guión empezó a tener autonomía a partir de todo el bagaje anterior. Hay escenas que están escritas a partir de muchas improvisaciones, por ejemplo, la escena larga del bar del final antes de que la pareja tome el remís. Pero en el rodaje se filmó lo escrito. No hubo prácticamente ningún cambio. Al mismo tiempo, trabajé con una premisa, que fue tratar de erradicar de la película todo lo que el cine me podía dar. En cine, en un plano general puedo mostrarlo todo: la gente pasando, los pajaritos. En Todo juntos trabajé con la idea de que si hay un bar, el personaje iba a decir que había un bar pero yo no iba a mostrarlo. Me parece que ese procedimiento, si bien procede del teatro, es mucho más cinematográfico que teatral. A la inversa, creo que eso no se puede hacer en teatro. Me interesa mucho más llevar un espacio hiperreal al teatro (como el de la bañadera en Jack) que filmarlo. Si lo hiciera en cine, sería más en la misma dirección. No hay cruce allí. Me parece que, en términos generales, todas las obras de formato pequeño están más cerca del cine. Lo que circula es más pequeño. Asocio el teatro con una imagen de trazo grueso: ideas expuestas, actores que declaman. En una obra para cuarenta espectadores es posible confiar en que el actor no haga nada y uno pueda distinguir el brillo de los ojos.
A propósito de los formatos, en 2002 obtuviste una beca para asistir al montaje de Bob Wilson de la ópera Leonce y Lena. ¿Cómo fue tu experiencia en relación con ese tema?
Quizás sea interesante contrastarlo con una puesta extraordinaria que vi en la sala Martín Coronado de una obra del coreógrafo y bailarín belga Alain Platel. Eran unas treinta personas en escena, había muchos focos de atención distintos. Yo estaba sentado atrás de todo y, sin embargo, totalmente cerca de cada detalle. En Wilson, en cambio, el detalle es un pin al dedo. En un momento se apaga la luz y se enciende un pin impresionante que le da al dedo gordo del pie. El teatro es un plano general permanente y, para mí, un primer plano es lograr en ese plano general distintos focos de atención. Con Jack, por ejemplo, en un momento el hijo grande se iba, el chiquito se quedaba y la madre tiraba muy lentamente unas galletitas mojadas. Lo más importante era que el hijo se fuera y que el otro se quedara mirando televisión. Y sin embargo, yo no podía dejar de ver esa mano largando las galletitas mojadas. Para mí eso era un primer plano. No un detalle orientado sino, de repente, algo en el fondo. Un detalle en el teatro es poder armar, en un plano general, un primer plano.
Imágenes [en la edición impresa]. Hiroshi Sugimoto, U.A. Walker, New York (1978), p. 73; South Bay Drive-In, San Diego (1993), p. 74.
Federico León nació en Buenos Aires en 1975. Estrenó Cachetazo de campo en 1997. En 1998 escribió Ex Antuán con una beca del Fondo Nacional de las Artes y dirigió Museo Miguel Ángel Boezzio en el marco del Proyecto Museos III. En 1999 estrenó Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack, coproducción con el Teatro San Martín. Filmó Todo juntos en 2001, donde intervino como actor, director y guionista. En 2003 estrenó El adolescente, producción del Complejo Teatral de Buenos Aires y el Kunsten Festival des Arts. En 2002 fue seleccionado para participar en “The Rolex Mentor and Protegé Arts Initiative”, en el marco del cual asistió a la puesta de Robert Wilson de la ópera Leonce y Lena, sobre el texto de George Büchner.
Pablo Bardauil es Licenciado en Letras, docente de la UBA y de la Universidad del Cine. Escribió, codirigió junto con Franco Verdoia y actuó en el largometraje Chile 672, que se encuentra en etapa final de posproducción. Recientemente fue becado por la Fundación Carolina, de España, para realizar el II Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos, en cuyo marco escribe el guión de su segundo largometraje.
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