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Roberta Smith. Crítica para los espectadores

ENTREVISTA

 

Roberta Smith es crítica de arte de The New York Times desde 1986 y una de las voces más influyentes en el mundo del arte contemporáneo. Nacida en Nueva York, Smith se crió en Lawrence, Kansas, y asistió al Grinnell College de Iowa antes de volver a su ciudad. Allí, a fines de la década de 1960, participó en el Programa de Estudios Independientes del Museo Whitney; luego fue asistente del artista y crítico Donald Judd. En los setenta trabajó en la galería Paula Cooper, en el Soho y empezó a escribir para el Village Voice. Me reuní con Smith en su apartamento de Greenwich Village, donde vive con su marido, el también crítico de arte Jerry Saltz. Las cuestiones que discutimos van desde la globalización del mundo del arte hasta el carácter de la agenda semanal de un crítico del Times, pasando por la relación entre crítica de arte y “teoría”. El encuentro fue a mediados de octubre, cuando las noticias estaban dominadas por las inminentes elecciones presidenciales de Estados Unidos y la caída de las bolsas.

 

Usted empezó a escribir sobre arte a fines de los sesenta, cuando trabajaba para Donald Judd. ¿Hay algo de la estética minimalista de Judd que todavía oriente su visión del arte?

Claro que sí. Me interesan mucho los objetos, y los objetos con cierta clase de “autonomía” –esa palabra tan desacreditada– que lleva a la gente a mirarlos y querer conservarlos. También me interesa mucho el proceso, cómo se hacen las cosas y se usan los materiales. Creo que si en el arte hay progreso, es básicamente materialista. Si mira la pintura del Renacimiento en adelante, ya en las superficies y la pincelada hay un cambio físico. Judd me hizo súper consciente de la naturaleza física y la presencia visual de los objetos, empezando por los menores detalles. Y no se trataba sólo de su arte, sino de toda su estética, los objetos que coleccionaba, los que usaba todos los días. Una sabía casi al instante que todo lo que tenía a su alrededor lo había considerado con mucho cuidado y para mí fue un ejemplo muy poderoso. Creo que en cierto modo Judd prefería los objetos a la gente, y no sólo pensaba que todo debe tener cierta integridad, sino que las cosas carentes de integridad son, por así decir, una forma de contaminación. Sobre todo me enseñó a mirar largamente las cosas y pensar en qué hay en cada una para ver.

Desde esos años hubo varios movimientos que buscaron desplazar el foco situado en los objetos. ¿Cree que su escritura ha cambiado con la historia del arte contemporáneo?

Hasta cierto punto el arte moldea las reacciones y el modo en que una escribe. Si los artistas eliminan los objetos y se concentran en el lenguaje, el crítico está forzado a tratar con el efecto del lenguaje. Pero pienso que yo me sigo acercando a ese tipo de obra de una manera que pregunta cuál es su efecto no verbal, qué crea que esté más allá de sí misma. Pero sin duda: el arte conceptual me envió de un golpe a una pista totalmente distinta. Y también el neoexpresionismo. Y una de las cosas que realmente me apartó del enfoque de Judd fueron las obras tardías de Philip Guston.

¿Por qué Guston?

Me gustaban de veras las pinturas. Entre otras razones, si dejé de trabajar para Judd fue para poder saber qué pensaba yo de las cosas. Él tenía ideas tan articuladas y las expresaba con tal vehemencia que era difícil disentir. Pero aun después seguí siendo una juddita ortodoxa que creía que la pintura había muerto, que la ilusión espacial es un mal, que las imágenes son malas. Entré a trabajar para la galerista Paula Cooper, y la mayoría de los artistas de Paula no pertenecían al universo estético de Judd. Eso ayudó. Pero Guston era muy abierto, muy sensual, y el hecho de que fuese de más edad tal vez le daba autoridad a su obra. Había pasado por varias etapas, ahora quería estar donde estaba y de un modo nuevo y mayor había cerrado el círculo sobre su obra temprana. La lección inconsciente de que un artista tiene cierto juego de ideas o materiales que trabaja toda la vida, y del que no puede desviarse demasiado sin perder integridad, probablemente fue muy importante. Guston tenía esa clase de integridad.

¿Seguiría usando la palabra “sinceridad” para hablar de arte?

Sí. Por supuesto que ha habido diversas versiones: sinceridad, integridad, autenticidad. No importa qué esté haciendo un artista, en cierto modo tiene que ser en serio. A la inversa, una de las cosas que provocan una reacción, consciente o no, es una suerte de deshonestidad que puede adoptar muchas formas: el trabajo con ideas recibidas, la manipulación, las obras a escala, o sin escala pero de un tamaño que abruma al espectador. Todo el mundo tiene algo que considera insincero. Se diría que hablo en parábolas, pero incluso esa insinceridad altamente irónica debe tener detrás algo sincero.

Tomemos por ejemplo a Jeff Koons y Richard Prince: un aspecto de la recepción de sus obras ha sido el argumento de que son parodias, una especie de versión exponencial de Warhol: Ecce America. Pero por otro lado en esa recepción siempre hay un residuo necesario de “sinceridad” que lleva a sostenerlas como “arte”, una especie de recuperación encubierta de la idea de que, como Warhol, no se proponen ser irónicos. Una retórica circulante dice que a Koons le interesan genuinamente los conejos, que a Prince le encantan las imágenes de cowboys o de motos, y que no necesariamente hay una dimensión crítica en su obra. De hecho Prince repudia totalmente la “crítica”.

Pienso que son artistas muy diferentes. El arte de Koons tiene intensidad física y perfección. Es lo contrario, digamos, de Damien Hirst. Hirst hace 223 objetos al año. Koons básicamente suspende su carrera cinco años para dar a sus piezas el brillo y el color que quiere. Por poco no hizo quebrar a dos galeristas. Prince –al menos en sus pinturas más recientes– parece exaltar la técnica desmañada y no de modo revelador. Tal vez sea un toque deliberadamente cínico, pero a mí me crispa. Los baúles de auto y las primeras pinturas-chiste siempre tenían cierta concentración de factura.

Pero los dos, como Warhol, revelan aspectos de la producción de discurso de valor del arte. ¿Cree que desde que usted se inició ha habido cambios en las posiciones relativas de galeristas, curadores, coleccionistas y críticos en la creación de valor artístico?

Bueno, en mis comienzos yo era tan inconsciente que creo que no pensaba en eso. Pero es evidente que ahora hay más mercado y, como por mucho tiempo los vapulearon por no hacerlo, los museos se implican más premeditadamente en el arte contemporáneo; y también comprenden que tiene prestigio, digamos, y glamour. Para mí la cuestión es difícil porque tiendo a ir indagando objeto por objeto, muestra por muestra, experiencia por experiencia. Pero estoy segura de que la cosa ha cambiado. No sé si necesariamente para peor. El valor está en flujo constante y todo el mundo contribuye a crearlo. Hoy es imposible que alguien ejerza la influencia que tuvo por un tiempo Clement Greenberg. O incluso Judd. Ese mundo del arte era mucho más ordenado. Hoy participan más artistas, más coleccionistas, más museos. Se sabe mucho menos porque no se ve en acción un determinismo claro, aunque sea ficticio. Probablemente esto es bueno. En estos días voy a escribir sobre una muestra que hay en Peter Blum, en Soho. Es sobre Wendingen, una revista holandesa de vanguardia que se publicó entre 1918 y 1932. En las tapas están presentes todos los estilos posibles: art nouveau, De Stijl, realismo, fascismo. Dejan bien claro que el pluralismo no apareció con el descarrilamiento del tren vanguardista. Estuvo siempre ahí y le cabe al presente ayudar a redescubrirlo en el pasado e incorporarlo a la historia. Pero volviendo a su pregunta sobre quién o qué determina el valor, supongo que la existencia de un mundo del arte más amplio y abigarrado reduce el poder de la crítica. Pero el poder nos lo ganamos con nuestro trabajo. Si a la gente le resulta útil lo que una dice, una tiene cierto poder. Siempre es limitado; cambia sin cesar. Cada vez que publico algo probablemente pierdo y gano lectores. Y también pienso que está bien no tener poder, porque es muy liberador. Una dice sencillamente lo que quiere. Hace una contribución y habla para los que hayan resuelto escucharla. Luego ellos toman algo de eso que una dijo y a lo mejor influye un poco en lo que hagan. O no. En términos de quién escucha a quién, pienso que los museos no deberían estar tan atados a la escena de las galerías.

Y respecto al arte contemporáneo, ¿cómo podría superarse eso?

Exhibiendo algo que realmente esté fuera de moda o de esa escena. O que ni siquiera sea del presente. Es que hay tantas cosas más en qué pensar o fijarse…

Bueno, no sólo a la escena de las galerías parece que se sujetaran los curadores, sino a una idea siempre cambiante de la actualidad, muy ligada a las modas.

Sí. También pienso que tienen miedo. Y con razón, porque probablemente no les dan toda la independencia que se debería. Aunque, desde mi muy subjetivo punto de vista, lo que realmente los traba es el enorme peso académico de sus formaciones. Tal vez esté idealizando, pero creo que el mundo del arte es un lugar donde todavía se puede ser autodidacta, o funciona mejor así. Creo, supongo, que si bien se puede enseñar mucho a la gente, las dotes naturales juegan un papel. Para ser un buen curador hay que tener una comprensión innata del placer no verbal, y saber cómo se hace que los objetos dialoguen en el espacio de modo que el espectador vea y hasta escuche a hurtadillas.

Entonces usted piensa que el academicismo en alguna medida constriñe.

Mucho. El gusto es polimorfo y perverso. Un buen crítico, para mí, es el que está dispuesto a que su gusto lo traicione. A menudo los que escriben desde un punto de vista teórico miran habiendo ya decidido. Ya han decidido qué puede estar bien y eso les estrecha la experiencia. De hecho no se dicen honradamente qué los afecta ni examinan por qué. Mire, Jerry asistió en la Universidad de Columbia a unas clases de Benjamin Buchloh, uno de los editores de October, que le encantaron, pero más de una vez le oyó decir “esto no tendría que gustarme pero me gusta”. Es una afirmación que debería examinar, creo yo… La idea de que uno va a imponer cierto tipo de arte y volver otro tipo de arte “erróneo” o caduco. Cualquier idea artística puede volverse nueva; lo único que se requiere es un artista con la sensibilidad y la mente adecuadas. También pienso que ceñir las cosas a un grupito coherente de artistas que aciertan y descalificar al resto es sobre todo un gran juego de poder. Puede darle al crítico cierto poder, pero un poder que después se evapora, porque la gente empieza a saber qué va a decir una antes de que lo haya dicho. Una se vuelve predecible. Todos somos predecibles en algún sentido, pero aun así una trata de luchar contra eso.

Para retomar un hilo: hablábamos de Damien Hirst, que recientemente subastó más de doscientas obras por cuenta propia, con ventas por más de doscientos millones de dólares. Se ha señalado ampliamente que esto pasó el mismo día en que se derrumbaba la inversora Lehman Brothers y la bolsa caía un diez por ciento. Parecería que algunos millonarios del mundo están apostando por el arte de nombres-marca, y que esto se refleja en el arte por el que se interesan los coleccionistas. ¿Diría que hay menos ambivalencia respecto al papel del dinero en y alrededor del arte?

Me parece que el cambio tuvo lugar a fines de los cincuenta, entre el expresionismo abstracto y el pop y los minimalistas. Al principio Judd era pobre; de pronto ya no. Y no creo que ganar dinero le trajese problemas. A los expresionistas abstractos, que habían sido pobres mucho más tiempo, el dinero los perturbó, digamos, y en ciertos casos los destruyó casi totalmente.

Usted habló de su relativa distancia respecto a los teóricos del arte contemporáneo con un programa. Asombra un poco lo diferente que la crítica teórica universitaria es en Estados Unidos de la crítica periodística. ¿Para usted siempre fue así? Lo digo quizá para ahondar en la relación entre teoría y crítica, en general y en su trabajo. Para los curadores no parece considerarla útil. ¿Y para los artistas, por ejemplo?

La verdad es que no puedo generalizar. Obviamente la teoría depende de lo que aporte cada cual. Probablemente para ciertos curadores de hoy la teoría es natural; la han absorbido y superado y ya no los limita. Para los artistas, o para los mejores artistas, siempre fue así en cierto modo. Después hay una serie de artistas que andan por ahí intentando cambiar el mundo, cosa que yo no pienso que el arte haga directamente. Pero no sé si estoy respondiendo a su pregunta.

Hace unos días estuvo en Londres cubriendo la feria de arte Frieze, y ha hablado de su importancia. ¿Cree que Nueva York sigue siendo el centro mundial del mercado y del mundo del arte?

No lo sé. En Frieze había la misma cantidad de galerías de Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania y, si bien yo estuve un solo día, las obras que más me interesaron eran de artistas y galerías no estadounidenses. Tal vez eran obras más frescas, o a lo mejor realmente me dejó fría el puesto de la Gagosian y eso contaminó el resto, pero la verdad es que ya no lo sé. Con todo, sin duda en Nueva York el arte se discute con cierto grado de intensidad y, como hay tantas galerías más, también circula más información. Tal vez no toda esa información sea relevante para el desarrollo del mejor arte.

Una de las cosas que usted dijo sobre Frieze es que parecía una instantánea de un mundo del arte que se ha parado. Uno recuerda cuántas grandes catástrofes se supone que ha habido en ese mundo. Tanto en 1987 como en los Estados Unidos después del 11 de septiembre todos pensaron que las cosas iban a cambiar enteramente, pero de hecho parece que todo sigue su curso alegremente. Administradoras de fondos de protección, bancas de inversión…

Puede ser, pero esta vez la sensación es otra. El crash del 87 no repercutió en serio en el mundo del arte hasta el 91. El impacto de este ya se está sintiendo; al menos se sentía en Frieze. Además, el estado del mundo y la conciencia que tenemos de ese estado son radicalmente diferentes. Acabamos de tener una prueba de que estamos todos conectados.A fines de los noventa muchas personas, entre ellas yo, pensábamos que dada la diversidad de mercados, podía irse a pique uno y los otros mantenerse a flote. Eso no está pasando en los mercados bursátiles, como es evidente, y no va a pasar en el del arte. Pero hay algo más. Estamos en un momento de la historia que asusta profundamente. Por el bien de todo el mundo, no solo de mi país, espero que gane Obama.Y espero que no lo asesinen.

Eso temen todos, me parece.

Es un momento totalmente distinto. En términos del mundo del arte per se, hay muchos que han tenido pase libre. Algunos han pasado por artistas, otros por galeristas o por coleccionistas. ¡Lo hicieron porque podían! Había dinero para hacer, vender o comprar arte, pero no estoy segura de que tuvieran un compromiso. Ahora vamos a descubrir quién quiere de veras hacer; quién necesita hacer lo que hace, quién perseverará contra viento y marea. Tal como están las cosas, acaso en este momento haya demasiados artistas. No todos lo son. O, mejor dicho, todos somos artistas pero eso no significa que todos tengamos que hacer arte, ¿me explico?

¡Una duchampiana!

Con la expansión del mercado artístico ha crecido todo un sistema. Por ejemplo, el desarrollo de las escuelas de arte produce año por medio decenas de maestrías. En mi opinión la cosa se desbocó. Sin embargo al mismo tiempo hay una idealización verdadera de los setenta y dentro de este romance hay quienes hacen arte de intención pura, no objetual.

Cuando habla de los setenta, ¿se refiere al conceptualismo?

Sí. La obra de Simon Starling en Frieze es un buen ejemplo. Había empapelado el lugar con una imagen digitalizada muy brillante; resultó ser una ampliación de una foto de una performance del conceptualista norteamericano Robert Barry, que a fines de los sesenta o principios de los setenta lanzó a la atmósfera helio y otros gases. La imagen de la atmósfera era bastante impresionante pero cuando uno leía toda la explicación de la obra se decepcionaba un poco. Me gusta la idea de una obra invisible, no visual, transformada en una obra intensa y hasta decorativamente visual. Pero al mismo tiempo esta idealización de lo efímero, lo no objetual, la performance, no da a los artistas mucho con qué trabajar. Ni a los espectadores. A veces pienso que muchos artistas realmente no tienen idea de cuál es su sensibilidad. Y también pienso que el arte efímero o, como ellos dicen, basado en el tiempo y que por lo tanto evita el lucro venal de los objetos artísticos, a su manera es elitista, porque hace falta estar ahí. Una tiene que enterarse, tiene que presentarse en el lugar.

¿Fue elitista en el inicio, es elitista en su apropiación o ambas cosas?

Ambas cosas. Diría que es exclusivo. Y está muy bien hacer arte para un grupo reducido, o para ese montón de enterados que saben que hay que estar acá o ahí. Pero lo digo como quien siente que se perdió todos los acontecimientos importantes del underground. Como verá, yo también tengo mi propia agenda… Y pese a todo, al artista que hace objetos se lo puede calificar de valiente. Dicen que están dispuestos a desprenderse de eso que hacen, que no tienen por qué estar unidos a él, a su presencia. Sueltan su obra en el mundo para que se defienda sola. A los demás les resultará útil o no. Será guardada o no. Según se mire es más igualitario y democrático. Lo que se está diciendo es que la obra tiene la posibilidad de un público infinito. Y se hace una suerte de apuesta.

A través de los objetos.

Sí. Se apuesta a hacer algo que durará. Y que va a seguir dando a los otros sentido y placer, sin ninguna relación con el “había que estar ahí”, o el “es para nosotros nada más”.

Bueno, ahora hay una línea cada vez más democrática. ¿Qué impacto cree que tienen los blogs y la llamada “revolución digital” en el arte y la crítica?

En principio a todos nos ocupa más el lenguaje, lo que es asombroso. No lo sé. Hay tantas clases de blogs… Están los verdaderamente feroces, los de chismes, que son lo que antes eran las llamadas telefónicas del sábado a la mañana. La gente se veía el viernes a la noche en las inauguraciones y a la mañana siguiente se llamaba para decir qué pensaba realmente de tal o cual muestra, de las obras de los amigos, los enemigos, los amigos de los enemigos o lo que fuera. Ahora estas conversaciones están a disposición de millones de personas para siempre. Yo no les presto mucha atención porque no quiero enterarme de las atrocidades que llegan a decirse de mí. Pero me parece fantástico y muy bueno para el periodismo. En cierto modo es bueno para la crítica.

Pero no sólo es que proliferen voces. También son más accesibles las voces más dominantes. Antes, si uno estaba fuera de su ciudad, tenía que esperar días el diario para saber qué había pasado en una muestra; ahora accede a ese diario desde donde sea. Y a la inversa, si sabe idiomas puede enterarse en el momento de qué está pasando en París, Berlín, Nueva York, San Pablo, Buenos Aires, La Habana o Dubai.

Bueno, otra virtud de los blogs es que confirman que todos somos críticos, algo que yo siempre digo. Quizá la conciencia de que es así contribuya a neutralizar los clichés que los críticos profesionales solemos oír: ¿por qué no escribe solamente sobre el arte que le gusta?, o ¿a quién le sirve la crítica? Cada decisión que una toma tiene un componente crítico: en un análisis de datos, en una afirmación subjetiva, en la ropa, la comida, en donde se vive. Pensar que los únicos que tienen opiniones son los críticos es una locura. La gente desborda de juicios estéticos. Se lo pasa opinando sobre programas de televisión, sobre la calidad de todo. No obstante, la idea de “utilidad” es pertinente. Ahora nos vienen opiniones diferentes de todas partes y a toda hora. Algunas tienen sentido y credibilidad y otras son simples descargas. A mí me gusta esta participación, pero creo que todos elegimos, que tenemos opiniones sobre las opiniones. Prefiero los diarios, las revistas y las revistas online porque escribir para una publicación –para un público– es un trabajo en colaboración. Una tiene editores, cosa que en muchos blogs no sucede y a veces es fastidioso. Alguien tiene que leerle a una el material antes de que lo lance a la web y decirle: “¿No te das cuenta de que si publicás esto vas a quedar como una idiota?”. Eso me encanta de los diarios. Aunque mi trabajo es mío también resulta de un proceso en donde intervienen muchas personas. Yo escribo, pero me ayudan mucho: un editor de respaldo, el corrector de estilo y el jefe de la mesa de edición. Y siempre aprendo algo. A veces alguien me define exactamente una palabra que estuve usando mal durante años. Esto es necesario para cualquiera que escriba.

¿Puede decirme algo sobre su práctica diaria de la crítica? ¿Cómo es una semana suya?

Bueno, como hoy es sábado salgo a ver muestras. Hago una lista de lo que hay para ver, empezando por las que tengo que reseñar para la semana siguiente, y además trato de ver todas las que puedo.

¿Galerías y museos?

No. A los museos probablemente vaya mañana, si voy. Y tal vez a las galerías del Lower East Side. Pero ya sabe que estoy casada con un crítico, o sea que vivo en inmersión total. Cuando no veo arte estoy escribiendo, o estamos juntos y buena parte del tiempo hablamos de arte o de crítica. Fundamentalmente me encanta ir a galerías, a muchas. Tal vez ahora vea menos muestras, cosa que me preocupa. Ciertos amigos dicen que para ser un buen crítico hay que seleccionar mucho lo que se mira, que los bodrios perjudican. Pero a mí me interesa mirar todo lo posible. Siempre he sentido que la mente me trabaja mejor frente a una obra de arte, cualquiera. Tengo la peculiaridad de sacar siempre algo; es lo que me digo cuando siento que mi trabajo no vale, lo que sucede bastante a menudo.

Eso quiere decir que es una escritora.

Exacto. Pero ir a ver arte es una alegría porque se pone en marcha la cabeza. Si una piensa que algo es derivativo y viene de tal artista, comprueba que cierta idea se ha filtrado a través de cuatro o cinco generaciones. Por eso el sábado es mi día favorito. Teóricamente intento ponerme a escribir el domingo. No siempre resulta, de modo que también trato de escribir el lunes. Martes y miércoles son infernales. Se supone que la tarde del martes tengo las primeras frases. El miércoles ya voy al diario, puede que a rehacer lo que haga falta con un editor. Después dejo el artículo en la mesa de edición. Este proceso dura desde las once hasta las cinco de la tarde. El miércoles a la noche, por lo general, detesto lo que escribí y es una especie de agonía. En un diario una trata de tener las mejores ideas antes del cierre, pero no siempre lo logra. Siempre se le puede ocurrir algo mejor aun cuando ya es tarde. Para mí esto es muy duro porque, como tengo tendencia a aplazar, siempre veo el tiempo que desperdicié. Pero hay que aceptar los procesos propios, por ejemplo que pienso bastante cuando no creo estar pensando.

Dijo que no suele releer sus artículos. ¿Alguna vez una muestra la hizo pensar que en una reseña anterior, elogiosa o descalificatoria, se había equivocado por completo?

La verdad es que no. Primero, toda opinión es compleja e incluye elementos positivos y negativos. Cuando no estoy segura intento ser franca o me limito. Pero no pierdo mucho tiempo revisando. Quizá me arrepienta de algunas salidas de tono. En ciertos casos debo de haber sido más dura de lo necesario; desearía no haber herido sentimientos. Pero eso es siempre después. Como crítica una trata de decir exactamente lo que piensa. Es un proyecto difícil, absorbente, que tiende a pasar por alto otras preocupaciones. El mero intento de practicar la sinceridad es una batalla interna. Una batalla psicológica; una batalla informativa. Hay toda clase de ruido blanco. Procuro no leer nada sobre lo que voy a reseñar. 

¿O sea que evita las carpetas de prensa y materiales así?

¿Reseñas de otros críticos, quiere decir? Me temo que sí. Todos intentamos decir algo que no pueden decir los demás. Lo que la experiencia propia puede aportar a la experiencia de otro. Por eso es inevitable una cierta insatisfacción. Pero nunca me diría que entendí realmente mal.

Hay en eso un consuelo. En la escritura para la academia uno no termina nunca, y el plazo de publicación es torturante. En el periodismo el proceso es rápido. Como si se dijera: “Estas son mis ideas hasta el momento del cierre”.

Muy cierto. El paso de escribir para revistas de arte al Village Voice fue muy dramático para mí y muy saludable, porque por primera vez la reseña salía impresa mientras las obras que comentaba seguían expuestas. La idea de que el público podía leer mi reseña, ir a ver la muestra y medir la utilidad de mi escritura fue, podríamos decir, constructivamente terrorífica. La verdad es que no escribo para los artistas. Sería una petulancia. No pretendo saber sobre su arte tanto como ellos. Lo principal es que uno trabaja para los lectores e intenta ser honrada con ellos. Eso es muy estimulante. Como pasar de actuar únicamente en un estudio a actuar solamente en el escenario.

Y como en el caso del músico veterano, hay que mantener la pasión después de tantos años de práctica.

Pienso que la clave está en que me gusta mirar. Me gusta de veras el arte. Lo mejor es que no se lo puede conocer todo. Siempre surge algo nuevo que nos hace entender mejor en qué consiste el gusto, cómo es de subjetivo, flexible e impredecible. Tengo la suerte de estar interesada en saber todo lo posible sobre la cultura visual y material, cómo se inventaron y se hicieron las cosas, cómo se desplazaron por la cultura.

Cuénteme cómo es formar parte de una familia con dos críticos.

Mi marido no era crítico cuando lo conocí, aunque un año más tarde empezó a escribir artículos breves, o sea que claramente la crítica estaba entre sus ambiciones. La verdad es que yo no lo estimulé en absoluto durante varios años. No quería vivir con otro crítico. Jerry ya había escrito para Arts y más tarde para Time Out cuando el Village Voice le ofreció ser el crítico principal de artes. Mi reacción fue algo así como: “No me digas que vas a aceptar…”.Y por supuesto aceptó. Probablemente es lo mejor que haya podido pasarnos. La mía es una actividad muy solitaria. Pero hacer lo que hago con la compañía constante de alguien que entiende perfectamente el tipo de presión con que trabajo, las reacciones neuróticas que tengo cuando me editan, los plazos que hay que cumplir y lo que significa verse en la prensa, es extraordinario. Tengo mucha suerte. Jerry ha afectado mi escritura, me ayudó a hacerla más conversada, y a que yo fuera más consciente del proceso. Por otra parte, tiene una mirada sobre el arte muy diferente de la mía. Para empezar, es más holístico.

Como si captara la red que crea sentido.

Sí, y también tiene una mirada más psicoanalítica. Jerry es más empático. Como si entendiera lo que quiere el artista, su necesidad personal, en el plano psicológico.

¿Y respecto a la escritura?

Creo que a mí me interesa más el aspecto físico, mientras que él atiende más al sentido y a la narración. Estamos juntos más o menos desde que empecé a escribir para el Times. El sábado siguiente al viernes en que aparecieron mis primeras reseñas, fuimos a una muestra de Rauschenberg, la de los dibujos sobre la Comedia de Dante. Yo señalaba las imágenes, muchas de ellas de la revista Time, diciendo “Eso es un astronauta”,“Eso es un boxeador”.Y Jerry caminaba por la muestra diciendo “¡Ah! Estos son Paolo y Francesca”.Y entonces pensé: “Qué bárbaro, este tiene otra cabeza”. Jerry fue artista alguna vez y probablemente tiene más sensibilidad para captar lo nuevo, algo que realmente envidio. La primera vez que vio una obra de Matthew Barney dijo inmediatamente:“Esto es diferente, aquí hay un cambio”.Yo la miré y dije:“Esto es arte de muchachos”.

¿Y no podía ser las dos cosas?

Sí. Sólo que a veces yo llego más tarde. El hecho de que Jerry haya sido un artista le da ese don.

¿Se ve mucho con artistas?

Ya no tanto. Tengo algunos que son muy buenos amigos pero sobre ellos no escribo. Me considero educada por artistas. Aprendí de Judd, de artistas de Paula Cooper como Joel Shapiro, Jennifer Bartlett o Jackie Winsor y en los setenta y ochenta fui a centenares de estudios, pero ahora no quiero que la amistad me limite y tal vez ya no me interese tanto lo que pueden enseñarme. Los artistas son dueños del sentido de su obra y lo mejor que puedo hacer por ellos es ofrecerles una reacción libre de instigaciones, que no dependa de información o una relación privilegiada. Hay muchos críticos que trabajan así, pero yo no quiero mucha más ayuda que la que está a disposición de un espectador común. Aprendí mirando y es mirando como se forja el tipo de intimidad que me interesa.Y no puedo concebir que un artista no prefiera un comentario positivo de alguien que no conoce a uno de alguien a quien le ha hablado horas y horas. Los artistas son maravillosos y los extraño bastante. Pero ya digo, parte de lo bueno de mi trabajo es que no tengo que hablar con nadie. Ni con curadores, ni con coleccionistas, ni con artistas ni con galeristas.

Solamente con editores.

Solamente con editores. Todos ellos tienen que hablar unos con otros todo el tiempo. A mí no me hace falta. Es muy atractivo, pero sencillamente no lo hago. No lo necesito.

 

Traducción de Marcelo Cohen

 

Nico Israel es escritor y crítico. Publicó Outlandish: Writing Between Exile and Diaspora (Stanford, Stanford University Press, 2000) y colabora habitualmente en Artforum y Bookforum. Enseña en el Hunter College, en el Centro de Graduados de la City University de Nueva York y en el Bard College. En 2008 vivió seis meses en Buenos Aires.

 

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