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Desde sus primeros volúmenes de ficción hasta sus tesis sobre el cuento y sus ensayos sobre la lectura, Ricardo Piglia ha visto en los finales de los relatos un motivo capital para interrogar una y otra vez las formas de la literatura e indagar decisivamente cómo operan. Este número era la ocasión indicada para que Otra Parte mantuviera una conversación con él.
M.C. En las “Nuevas tesis sobre el cuento” hay una central, y es que la verdad de una historia depende de un argumento simétrico que se cuenta en secreto, y que el momento culminante sería el del cruce entre las dos tramas. Por eso concluís que el cuento es el arte de lo inesperado, de lo imprevisto, “el arte de saber esperar lo que viene”. Lo llamativo de esos postulados es que redimen a la forma de su sombra de coacción, de limitación y de preceptiva. Al contrario, dan a la forma artística y al final un beneficio de espontaneidad, de acceso a una realidad más amplia.
R.P. La experiencia tiene siempre algo inesperado y el final alude a la experiencia. En un relato el final decide el sentido, es un límite donde la separación entre literatura y experiencia está en cuestión. Lo que llamamos el final remite a una forma, pero la forma entendida como un marco, una frontera, un lugar de cruce. Un buen ejemplo sería “Continuidad de los parques” de Cortázar, un relato en el que está tematizada la lectura de una novela y el final inesperado –para el protagonista y para el lector– hace emerger, en el interior de la trama, la irrupción de lo real. Pienso que tendríamos que partir, por un lado, de la idea de cierre como lugar de cruce entre experiencia y literatura, y por otro, de lo que vos señalabas: el cierre entendido como una especie de constricción, en el sentido del Oulipo, es decir, una condición de la forma.
Bueno, es que la narración tiene su momento de inercia, la energía de su lenguaje y su retórica específicos; y entre eso y el peso de lo real hay una tensión que uno tiene que mirar con paciencia.
Hay una idea de espera, algo está por ocurrir, mínimo quizá, pero inminente. Entonces la narración, en un punto, sería una práctica de la inminencia y del cierre. Un poco en chiste yo digo que en la vida no hay finales puros, porque los finales son imperceptibles o son confusos. Uno se da cuenta después de que algo ha terminado o sufre el final como algo incomprensible. Por otro lado están los finales externos, digamos así. La mayoría de las experiencias cotidianas están reglamentadas por horarios y duraciones establecidos, hay límites fijados externamente. De modo que la literatura sería también una experiencia con la tensión entre una realidad estructurada, esquematizada, racionalizada, y una experiencia fluida, dinámica, donde se cruzan duraciones múltiples que no dependen de ningún ritmo fijo.
Dentro de lo que recibimos como estructurado está la tradición esencial que viene de los relatos o pensamientos con un origen imaginario y un final predicho, como la Biblia, con su Génesis y su Apocalipsis, o la Eneida; narraciones en que un comienzo rotundo anuncia una culminación esperada. Toda esta literatura escatológica, esta mitología de la culminación, condicionó la historia de Occidente. Es cierto que hoy en día la noción de inminencia se ha perdido, pero la de final sigue estando presente de muy diversas maneras. Está desde la Ilustración en la meta del dominio del hombre sobre la naturaleza o la vida social, está en la Revolución, la redención de los oprimidos, todo lo que sabemos… Pero hoy incluso ese sentido está oculto; sin embargo persiste como una versión barata del fin de los tiempos (“Esto se termina, no da para más”). Claro, son fantasías, porque esto puede seguir empeorando eternamente, o dar una serie de giros totalmente imprevistos. Que es lo que sabe la literatura.
Y ese final inevitable, apocalíptico, está siempre postergado. Siempre se anuncia. También encontramos ahí la espera y la inminencia de un final que no se puede manejar ni controlar. El final como punto cero no parece funcionar muy bien, aunque aparezca anunciado con fechas precisas ¿no? El Año 1000, el Año 2000 y ahora el final 2012 de los mayas o de los querandíes… La literatura ha trabajado y construido ese imaginario del acontecimiento final. Bastaría pensar en la ciencia ficción, las utopías, la ficción especulativa, “El color que cayó del cielo” de Lovecraft, por ejemplo, extraordinario relato. ¿Qué relación hay entre los apocalipsis que se anuncian y los apocalipsis futuros que se imaginan y se narran? Ahí también tenemos un campo práctico de discusión que nos aleja de la discusión metafísica sobre “qué es lo que termina” o cómo imaginamos o podemos imaginar lo que vendrá. En Philip Dick o en J.G. Ballard, podríamos encontrar pequeños modelos literarios de cómo es posible imaginar el futuro.
Ballard se afirma en la tradición profética de la ciencia ficción, pero cambia el rumbo. Dice que el futuro ya llegó: con la noción de posibilidad ilimitada, de sinfín del deseo; el futuro sería la expansión de nuestra neurosis. Para Ballard ninguna catástrofe es el acontecimiento último; la tecnología y la cultura del simulacro no paran de renovar el catálogo de accidentes. Por eso sus personajes se quedan en medio de la catástrofe en vez de escapar, como si fuera la única posibilidad de entender.
Un futuro psicótico. El capitalismo no puede imaginar su fin de otra manera que bajo la forma de la locura paranoica. En ese sentido, otra vez podríamos ver la cuestión del cierre ligada no a un alejamiento de la experiencia real, sino a un punto de cruce. La segunda cuestión que me parece importante es que ante toda esta problemática, que aparece paralelamente en la política y en la filosofía, la literatura tiene su respuesta particular. La literatura es una práctica que también discute esas cuestiones, a su manera.
Lo cierto es que los relatos escatológicos, los apocalipsis, por mucho que fallen, contienen ese núcleo consolador de acuerdo y concordancia entre principio, medio y final, nos alivian de las perspectivas abismales. Pero el escritor siempre vuelve a encontrarse con un dilema, y es que cualquier trama, cualquier organización de la peripecia o el texto, afecta la libertad de elegir de los personajes –o sea la del escritor– o la de abrir nuevos espacios.
En un sentido la literatura, la narración, sería una experimentación con el final. Es un sistema de finales que se suceden: en los cuentos que nos contamos, en la experiencia de leer un relato o ver un film o una serie… Aparte de los contenidos temáticos y aparte de la intensidad de nuestra relación con los personajes o la escritura, hacemos un ejercicio de experimentación con finales múltiples. Que nos disgustan, nos atraen, nos emocionan o nos divierten y siempre nos ponen frente a un viraje, una escansión. Momentos de corte, de interrupción, que se anuncian como nudos en la experiencia. Desde los comienzos mismos de la tradición narrativa las historias son también experiencias con el final. El rey Príamo le ruega a Aquiles que le entregue el cadáver de su hijo. Ese sí que es un final. Qué elegancia tienen esos finales, qué carácter disonante, qué grado de frustración producen, qué inesperados o esperados son: esta sería una cuestión a tratar en cada caso. Los finales en Hitchcock, en David Lynch, en Arlt o en Flannery O’Connor, pero también el final fijo en los géneros, en el policial, en el western, en la tragedia. Experiencias particulares, ejercicios de viraje y de corte.
Yo lo veo como parte de la rebeldía de la literatura, de su eterna disidencia. Mientras medio mundo sigue viviendo para avanzar indefinidamente, la literatura insiste en pensar qué hace con los finales. Casi como un ejercicio espiritual.
El ejercicio de los finales… El Ulises es una enciclopedia. Cada capítulo cierra de modo distinto. Y a la vez hay dos cuestiones que están conectadas con el tipo de cierre de la novela como tal. Por un lado Joyce dice “todo pasa en un día”, y así el relato ya tiene una estructura fija que evita el final incierto. Joyce se ha puesto un esquema muy claro, esa estructura sencilla que siempre acompaña a las tramas muy complejas. Se propone una estructura lineal, clarísima, completamente mecánica que sigue con mucho cuidado las horas del día, y a la vez abajo, como una red griega, está la Odisea, el viaje de Ulises. Esa referencia aparece sólo en el título, después es completamente enigmática, pero es interesante que la novela más abierta tenga una estructura mínima y una estructura máxima que no surgen del material, sino que Joyce aplica al material antes de construirla. Dice: “Voy a trabajar con un día”, y después sigue, obsesivo, delirante… Cada hora del día supone un estilo, un órgano del cuerpo, un color; cada capítulo remite secretamente a un episodio de la Odisea. Pero a la vez, todo se despliega con absoluta libertad, con digresiones y tonos múltiples…
Y en cierto modo dentro de un marco más, el de la novela como género, que tiene su propio sistema de finales, su repertorio clásico…
Dumézil decía: “La novela ya no tiene nada que decir sobre los dioses”. Se ha liberado de una estructura fija de organización del tiempo, de la trama circular y de los finales preanunciados, de los oráculos y los vaticinios. En el mito, el héroe no entiende lo que le dicen los dioses, o lo entiende mal, y eso que escucha y que entiende mal es su destino. En la escena de las sirenas, Ulises ya no quiere escuchar la palabra de los hados, y en ese punto mínimo la Odisea ya es una novela, una protonovela digamos. La novela es la forma de un mundo sin dioses, y a la vez la forma de la novela es el intento de restituir la trascendencia perdida. La Teoría de la novela de Lukács es uno de los grandes libros de filosofía que se han escrito porque se ocupa de estas cuestiones. El héroe sale a buscar, en la realidad empírica, el sentido y los valores perdidos. Desde luego, Don Quijote, la primera novela, define la trayectoria futura del género. Y una de las claves de la forma para Lukács es el final, la conclusión, el tipo de cierre. ¿Cómo termina esa búsqueda del sentido? El héroe abdica de su pretensión o muere en el intento. La conversión del héroe, que acepta que esa búsqueda de lo absoluto es inútil y reconoce el peso de lo real, el Quijote mismo o Julián Sorel en Rojo y Negro y tantos otros ejemplos. O el héroe que muere en el intento, sin abdicar, como Ahab en Moby Dick o como Erdosain, sin traicionarse… Me parece muy interesante la observación de Walter Benjamin cuando señala que las historias de Kafka no pueden terminar porque el héroe no se resigna a abandonar esa búsqueda imposible…
No le pertenece, está en otro mundo…
Exacto. Y algo de eso hay también en Musil, en El hombre sin atributos, o en el Museo de la Novela de Macedonio, las novelas que no tienen fin, no hay conversión del héroe, no hay aceptación de lo real, las novelas de Beckett, hay que seguir, es inútil, es imposible, pero hay que seguir, la novela sin final, el héroe no acepta la abdicación ni la pérdida del sentido. Porque el sentido que la novela busca, desde el Quijote para acá, es el sentido para el sujeto mismo, no el sentido abstracto. No qué sentido tiene el mundo, sino cuál es el sentido de la experiencia concreta, cuál es la conexión entre lo que se vive y la significación. Y esa escisión, dice Lukács, esa distancia, es la forma del género.
En el plano de la temporalidad, la novela sería la serie de los momentos de crisis y del tiempo que resta, de la dilación. El cuento sería, como decís vos, el momento de la revelación, de la epifanía –incluso de la epifanía negra–. Sobre todo el cuento fantástico. Por ejemplo “El nadador”, de Cheever, donde hay una transfiguración, un mundo resplandeciente que de pronto muestra una cara desoladora de abandono y ruina. Pero hay otra clase de cuentos donde un prodigio aparece insinuado. Es el esbozo de una revelación, a veces la simple revelación de que acumular conocimiento puede anular la experiencia. Y el cuento termina con la irrupción de algo que deja en ridículo todo un esfuerzo. Pero a la vez, si uno escucha, pide un trabajo y una manera de pensar diferentes, una apertura a otra posibilidad. Me acuerdo de que traduciendo a Clarice Lispector, cuando terminé “El reparto de los panes”, eso que se contaba ahí, el prodigio de un don sencillo, una mujer que ofrecía una comida hecha con mucha dedicación, me pegó en esa conciencia aplicada enteramente al trabajo (porque la traducción profesional puede ser muy estajanovista). Y no valían excusas. Había que parar de traducir, al menos un rato, porque lo que pedía ese final era silencio.
Podríamos usar la imagen de la epifanía y también del accidente; algo que nos sorprende y tiene el efecto que vos describías recién. Cierto asombro. Hay cierta negatividad en juego, es lo inesperado, lo no previsto, ese es el gran tema. Lo que no se puede controlar. Y eso está muy ligado a la duración de la historia. ¿Por qué no sigue el relato? Se aísla el acontecimiento y se infieren –pero no se narran– sus consecuencias. Me parece que la forma breve, las distintas formas de acotar la extensión de un relato están ligadas a lo que, en el Río de la Plata, se llamó lo fantástico. Otra forma de la epifanía. No hay explicación, se muestra y no se dice. Lo fantástico, en Borges, en Cortázar, en Felisberto Hernández, en Silvina Ocampo, es un efecto de la duración del relato. Muchas veces son cuentos que, si vos les sacás esa suerte de momento epifánico –ese plus de sentido, siempre excesivo–, son relatos realistas. Por ejemplo “La puerta condenada” de Cortázar: un hombre va a Montevideo por negocios, se hospeda en un hotel, quiere estar tranquilo, estar solo, descansar, pero a la noche lo despierta el llanto de un chico en el cuarto de al lado y el canto de una mujer que intenta calmarlo. Entonces al día siguiente toma una decisión un poco antipática, se queja al gerente y la mujer es obligada a dejar el hotel. Hasta ahí tendríamos un cuento a lo Carver, a lo Chéjov. Una situación cotidiana, una decisión desagradable, cierto clima incómodo pero el relato sigue y a la noche, cuando la pieza de al lado está vacía, vuelve el llanto del chico. Lo fantástico sería ese exceso de sentido que cierra la historia en sí misma, sin explicarla.
Parece que no hay manera de desentenderse del final. Incluso obviar la cuestión, deliberada, programáticamente o no, como para liberar el relato, es parte de una rebelión significativa contra la historia y las teleologías. En el cine, en un momento que no termino de identificar, desaparece el the end o fin. No digo que esta ausencia sea una manera diferente de dar sentido, pero en todo caso es parte de la forma y quiere decir algo. Un significante no desaparece en vano.
Cierto. Ya no se anuncia que llegó el final. Hay algunos escritores actuales que tratan de contar sin final, en presente, usan un tiempo abierto, los hechos están sucediendo ahora en el presente de la escritura y la trama importa menos, el final no es el elemento que organiza el relato. Es una noción menos formal, menos cerrada de la intriga. La historia termina cuando se deja de escribir.
De Flaubert en adelante ha habido una sospecha creciente, que domina casi todo el siglo XX, de que las formas genéricas establecidas condicionan un tipo de lector, lo moldean, tanto que muy rápidamente ese lector, el público, apoyado por ciertas instituciones de la cultura, condiciona al escritor porque pide siempre lo mismo. Y entre lo mismo está lo más prestigioso también. Entonces hay una creciente búsqueda de superar la autoridad fraudulenta de las formas literarias, de las formas cronológicas, incluso de los métodos de perspectiva, y acercarse a la potencia y el desorden de lo real, y a las nuevas maneras de considerarlo en tantos campos, ¿no?, la psicología, la física, la política.
Sí, pero uno podría decir que hay dos Flaubert, ¿no? Está el Flaubert de Madame Bovary, que nos lleva a Henry James, a Conrad, a El buen soldado de Ford Madox Ford, a Scott Fitzgerald, al Graham Greene de El fin de la aventura, son los escritores que han renovado la novela tanto como Joyce y Proust, pero que son menos visibles y trabajan más con un modelo de trama muy elaborada, nada estridente, muy elegante digamos. En esa línea se han escrito novelas admirables: Paz por separado de Knowles, Los adioses de Onetti, El halcón peregrino de Glenway Wescott, Sombras suele vestir de Bianco. Novelas de media distancia, tienden a la nouvelle, nada se dice directamente, todo se insinúa, giran sobre lo que no se narra, estructuras muy sutiles de construcción cristalina. Y está la vertiente que viene de Bouvard y Pécuchet y aspira a la novela como enciclopedia; la novela tiene una forma que incluye todo, una forma externa a la trama que puede dar la ilusión de un orden. Puede ser la forma alfabética o la de las horas del día o la de un recuerdo expandido. No ha habido un solo camino de renovación, que es el de Melville-Joyce-Faulkner-Pynchon, como a veces pensábamos. Me parece que hay otro camino que ha tenido un lugar menos visible, donde podrían estar Henry James-Conrad-el primer Hemingway-Carson McCullers-Philip Roth, para seguir con la lengua inglesa.
La línea destructiva, para la cual la forma aparece como estrechez, como esclavitud, tiene un momento culminante en Burroughs. Burroughs, con sus teorías fuertes: el lenguaje es un virus, opera mediante líneas, como la droga, crea dependencia. Hay que cortar las líneas. La línea de la frase, la línea del relato, las expectativas de clímax y reposo, incluso de instrucción. Conocemos los resultados de esto, el cut-up, esos párrafos volumétricos de Burroughs que en su montón de fragmentos abarcan muchos aspectos de una situación, el sueño de la narración sincrónica. Algo notable es que basa toda esta insurrección en la más barata literatura de masas: historias pulp de ciencia ficción interplanetaria, de espías, de detectives.
Burroughs es un escritor extraordinario, un gran novelista conceptual. Experimenta todo el tiempo, programa lo que quiere hacer, inventa formas nuevas. Y me parece que ese es un poco el punto de cruce de lo que estamos diciendo, porque no es necesario ser un defensor de las tramas equilibradas para pensar en los géneros y Burroughs los ha tenido siempre en cuenta. Los géneros tienen la virtud de trabajar con estereotipos, con formas fijas, con la repetición de fórmulas y Burroughs hace ver que es muy difícil narrar sin estereotipos, casi diría que es imposible. Por eso su uso del cut-up; cualquier material sirve, si lo cortamos, si lo intervenimos. Ese fue el descubrimiento de Puig: hagámonos cargo de los estereotipos. El intento de Flaubert era imposible, lo llevó a Bouvard y Pécuchet. Me parece que ahora el estereotipo es “todos tenemos una vida interesante”. Se tiende a decir: “Bueno, lo que importa es que yo ahora estoy escribiendo sobre lo que me pasa a mí”.
Al mismo tiempo, hoy cualquier usuario de una pc domina el montaje, el cut and paste, pero cuando se pone a contar algo peculiar termina contando lo mismo que todos. Se cuenta mal, con pedacitos de formas, y la misma incompetencia verbal impide inventar, o hacer un contacto un poco independiente con la experiencia. Por eso pienso que, a la vez que un concepto en cada caso, como decís vos, la narración necesita argumentos. En el sentido de la imaginación argumental y en el sentido retórico de la argumentación.
Estoy de acuerdo. El argumento, el exemplum, el caso. De todas las variantes posibles de poéticas diversas, me parece que la novela ha persistido por su capacidad de crear personajes. Esa sería una cuestión. Y el otro elemento clave de la novela para mí es la voluntad de experimentación. No veo que tenga mucho sentido escribir una novela si no se busca experimentar con algo distinto de lo que uno mismo ha hecho antes.
Antes mencionaste al Oulipo. Los oulipianos, Queneau o Perec, se imponen reglas limitadoras; obedecerlas los obliga a torcer el curso de la frase, y cada rodeo verbal abre un panorama nuevo que no estaba en los planes. La constricción que se puso obliga al escritor a modificar incluso los planes que tenía para los personajes y justamente por eso les da una vivacidad fuera de lo común… Para vos la idea es muy rectora, y a la vez acabás de decir que en el origen de tus historias está el personaje. ¿Existe algo como una fuerza orgánica de la prosa misma que dice: “Ahora me quiero terminar”?
Nunca termino de escribir la historia que está en el origen de la novela que escribo. Siempre estoy escribiendo una historia que se convierte en otra y la novela toma una forma que no estaba prevista. Lo único que sigue igual y que está de movida es el personaje y el final, la escena final.
También propusiste observar los finales, su elegancia, su carácter disonante, si son frustrantes o esperados o no. Yo estuve repasando algunos modelos que, me parece, influyen muy notoriamente en nuestras maneras de entender el tiempo. Uno viene de la música. De esas piezas que parecen empezar de manera brusca, incluso caprichosa, y se apagan no por una necesidad interna sino por una decisión exterior, física, como cuando Lennie Tristano no toca la melodía de un estándar de jazz sino un trecho de improvisación; la melodía queda oculta, cuesta reconocerla. Tal vez en literatura esto daría algo como el cuento de rodaja de vida, el de Maupassant y Hemingway, y tu tesis de las dos historias. Pero pienso en algo que es una innovación latinoamericana, y es el cuento que simplemente narra una situación y el acuerdo progresivo del protagonista con esa circunstancia; no una revelación sino un reconocimiento, como la poesía. Es una rama del cuento que no busca el efecto y que, digamos, va desde Felisberto hasta Hebe Uhart. En otro plano, están los relatos que no cuentan un enigma a develar, sino la cadena de causas de un hecho que tenemos ahí desde el comienzo, como Sunset Boulevard, la película de Billy Wilder, con ese muerto en una pileta que cuenta cómo llegó ahí. Y pienso en El libro del sol largo de Gene Wolfe, un gran narrador contemporáneo: empieza cuando una mezcla de curita y augur de barrio tiene una iluminación que no entiende. Las cuatro novelas son el viaje inacabado por la explicación de lo que vio, y por un mundo muy complicado que él desconocía y que quizás lo está manejando.
Me parece bien esa cartografía. Podríamos agregar el caso de El gran Gatsby, el sujeto que trata de cambiar su pasado. Fracasa en reconstruir su vida volviendo al punto en donde cree que se había equivocado. Se parece desde luego a Lord Jim que, en un sentido, logra construir otro final para su vida. “El sur” de Borges tiene también esa estructura de vida vivida dos veces con dos finales simultáneos. Podés elegir cualquiera de los dos pero para Dahlmann los dos finales son sucesivos. Después está El ciudadano, la película de Welles, donde la revelación del sentido está también en el doble final.“ Rosebud”, el nombre del trineo de la infancia y la última frase de Kane, un chiste freudiano, pero la palabra está ahí al final como una revelación para que el espectador –y el héroe– cierren el sentido…
El otro día te preguntabas qué nos pasa con los finales felices. Siempre volvemos a esa cuestión, ¿no?, la sentencia de que los finales felices no dan literatura. Sin embargo, hay una tradición de finales felices, por aparentes o irónicos que sean, que es la de la comedia. Pero ¿qué clase de final es ese? De maneras distintas, tanto la comedia shakespeariana como la de Hollywood giran en torno a una especie de alienación pasajera de los personajes, una posesión del sentido común por un mundo sobrenatural, dionisíaco, o por un manipulador que enreda las cosas con propósitos didácticos. El final es una vuelta a la sensatez, con reconciliación general y escarmiento a los necios y los villanos; pero melancólica, porque en definitiva también se ha recaído en la norma.
El primero que se queja de la persistencia del final feliz como relato de masas y de la exigencia que le hacen los periódicos a los cuales vende sus relatos es Henry James. Se queja de que siempre le están exigiendo un reparto de “premios, maridos, mujeres, bebés y frases alegres”. Lo ve como un horizonte mercantil, una exigencia de orden irreal, contrario a la vida, donde las cosas no son así, y también contrario al arte, porque es una exigencia externa a la forma.
Pero hoy el público no cree en esos mitos. En general, según veo yo, se cree que es más astuto ser escéptico con lo que nos cuentan, salvo que sean denuncias.
Pero fijate Lost, si pensamos en los grandes relatos de masas. O The Wire. Esas series, que están muy bien hechas, trabajan por un lado con un sistema de folletín contemporáneo que consiste en dejar siempre abierta una línea para continuar, pero por otro lado cada capítulo es compensatorio. El sistema de finales continuos que tiene cada capítulo permite siempre algún castigo imparcial. Pero cuando la serie termina, todo se vuelve a articular. No sé si es posible un relato de masas en el que no exista esa vuelta a un orden moral.
Preparación y edición de Patricio Lenard.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Totloop (2003), film 16 mm; Lenf (1998/2008), dibujo, impresión sobre papel, medidas variables.
Lecturas. Algunas de las obras de Ricardo Piglia relacionadas con los temas de esta entrevista son Invasión (Barcelona, Anagrama, 2007) y Prisión perpetua (Buenos Aires, Sudamericana, 1988) entre las ficciones, y Formas breves (Barcelona, Anagrama, 1999) y El último lector (Barcelona, Anagrama, 2008), entre los ensayos. Las tesis de Georges Dumézil que se mencionan están en Del mito a la novela (México, Fondo de Cultura Económica, 1993). Las de György Lukács, en Teoría de la novela (México, Grijalbo, 1985). La referencia de Benjamin a Kafka está en la carta a Gershom Scholem del 12 de junio de 1938. Para un estudio de la relación entre apocalipsis y formas narrativas contemporáneas, Frank Kermode, El sentido de un final (Barcelona, Gedisa, 1984).
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