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Hace tiempo que Donald Antrim parece haber purgado la calculada desmesura de su trío de novelas iniciales para hallar en el filón biográfico su auténtica vena literaria. Cualquier rémora de aquella profusión delirante y excesiva ha quedado oculta o enterrada bajo el repertorio de la propia vida. Pero su obra aún conserva aquella misma comprensión sórdida, patética y espléndidamente banal de la existencia cotidiana. Antrim siempre tuvo un don para la comedia situacional, para cifrar, en el ovillo de una escena, el drama entero de una vida, con sus bemoles trágicos, ridículos y hasta hilarantes. El acento en sus historias por lo general recae en un objeto —la búsqueda infructuosa de un cigarrillo o la compra de un ramo de flores, por aludir sólo a dos piezas de Otro Manhattan— que guarda un silencio que les está vedado a sus portadores. De manera similar, esa bitácora de duelo o semblanza vicaria que lleva por título La vida después, y que acaba de ser publicada por el sello Chai, apela a una serie de elementos que orbitan alrededor de la muerte de la madre del escritor norteamericano.
Louanne Self muere en el año 2000 de cáncer pulmonar, corolario fatídico y acaso esperable de toda una vida dedicada al sufrimiento propio y ajeno. El descalabro etílico, las numerosas internaciones, las nubes de tabaco, el maltrato a deshoras y un comportamiento excesivamente volátil signaron en parte la personalidad de su hijo, que más que dolor por la pérdida parece haber encontrado consuelo en ese final. Al menos, al comienzo. Porque la escritura del recuerdo abre grietas en la roca de la memoria, pone en marcha la imagen congelada y permite desandar, o andar con otro rumbo, lo sabido de antemano. Y así aparecen los objetos, sendos amuletos por los que orbita el recuerdo.
Una cama ideal y su cómica, improductiva pesquisa; el baúl del tío, que es como un Wunderkammer de la supervivencia; el lienzo de Da Vinci que el novio de la madre está convencido de poseer; el estrafalario kimono de la madre; la biblioteca paterna. Cada uno de esos objetos concentra la chispa de una historia, alumbra zonas olvidadas y deja otras en penumbras. Aferrarse a ellos señala, para quien escribe, la imposibilidad del duelo, la dificultad, en última instancia, de ceder ese trozo de sí que se lleva consigo quien muere.
Los familiares de Antrim guardan cierta semejanza con los personajes de su ficción: tanto unos como otros se aferran a causas irremediablemente perdidas porque es la única manera que encuentran de seguir viviendo. Sin embargo, la madre, aun teniendo toda la pinta para serlo, reniega de enfundarse en el rol de personaje. Porque detrás de la pirueta jocosa, detrás de carcajada, hay un foco de angustia que obliga a dar rodeos y hacer digresiones en frases serpenteantes que la pericia del traductor Matías Battistón rubrica con el raro don de la invisibilidad. “Muchos escritores”, escribió Jeffrey Eugenides, “pueden ser, por turnos, tristes, divertidos, aterradores o ridículos. Antrim hace todas estas cosas a la vez”. En esa amplia paleta afectiva caben, en Antrim, la vida y algo más.
Donald Antrim, La vida después, traducción de Matías Battistón, Chai Editora, 2022, 208 págs.
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