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El ascensor sostiene el viejo edificio como una columna vertebral protésica. No conduce al visitante a la cápsula de un cohete sino a un espacio detenido en el tiempo. Tras una puerta, lo espera una invención radical, un mundo creado entero por la imaginación de un artista, embotellado como si fuera el mensaje de un náufrago.
El planeta Aveta transforma a quien se aventure en él: la lengua se desgrana, se interrumpe la banda de sonido urbana y las escasas figuras se convierten en sombras. Desposeído del andamiaje con que suele geolocalizarse puertas afuera, el visitante queda en una posición adecuada para que el artista lo guíe en un asteroide donde las leyes de la física no funcionan, donde espacio y tiempo se contraen y curvan para hacer lugar a los fantasmas de quien juega a ser un dios invisible.
Quien se atreva a girar la cabeza apenas atravesado el cortinado es interpelado por el encanto analógico de la tinta china y el agua, trasmutado en píxeles que trepan hasta cambiar de escala. Si no ha quedado convertido en estatua de sal, un poema visual, una isla de arenilla blanca lo aguarda mientras águilas vuelan en círculos. Jamás alguien imaginó un cielo así en el suelo oscuro de un museo.
A partir de allí, comienza una suerte de juego de las diferencias, y el visitante es retado a identificar los modos en que se relata el destino de una especie cuyas últimas criaturas parecieran haber sido destinadas al pabellón que recorre: gorilas desvanecidos, rinocerontes apresados en lucha suicida, pájaros muertos, caballos que hunden su cabeza en la tierra como si rehusaran seguir mirando… un tejido de microhistorias se revela y cada visitante encuentra su modo, singular, de contarse la historia humana.
Si en el espacio nada se pierde, el tiempo en cambio aparece implacable en ese mundo errante, videoaspirado en un altar que domina desde el fondo la nave entera.
Se trate de citas deliberadas o evocaciones involuntarias, el visitante encuentra un mundo que es contemporáneo por abrirse a otros, que recoge la presencia de mundos desaparecidos siglos atrás y cuya luz aún no hemos dejado de ver.
Un gigantesco reloj de arena, donde con golpes sincopados se marca el decurso hacia el final de todas las cosas, se refleja en el piso como reloj de cenizas que bien podrían ser, en un desorden del tiempo anticipado, nuestras cenizas. Las estaciones de esa maquinaria progresivamente fallan y cabe imaginar que, cuando la última posición deje de palpitar, habrá de acabar ese mundo.
Mientras tanto, algo vivo late allí. Y el sonido del viento del desierto y los latidos monótonos forman la base rítmica de todo lo expuesto. Pero si el tiempo es revelado así como una materia escasa y finita, el aprovechamiento del espacio lo desmiente. En un planeta donde las leyes de la gravedad y de la no contradicción son apenas anécdotas, instalaciones, esculturas, videos, fotografías y dibujos de escalas variables conviven como los recuerdos en la memoria, en salvajes conexiones, alusiones delicadas o solapamientos brutales donde el texto varía drásticamente en función del recorrido elegido. La idea de interior y exterior se desintegra en una suerte de banda de Moebius donde a veces ni siquiera hay que atravesar un espejo para encontrarse del otro lado.
Habiendo habitado el planeta Aveta por el tiempo suficiente, este se revelará como lo que en verdad es, un arca de Noé intergaláctico, un aerolito que pretende salvar restos de mundos perdidos, un archivo de las catástrofes que en poco tiempo, una vez que la columna del ascensor se abata sobre el costado para permitir el despegue, resultará apenas un recuerdo, fragmentario y verdadero, una determinada temperatura emocional, jirones de imágenes que el visitante devenido viajero habrá tenido la fortuna de habitar.
Un mundo así, tan portátil como perdido, celebra la belleza de lo que se desvanece, convierte a los visitantes en exploradores pero también en colonos que soportan el peso de una historia trágica.
Una vez afuera, acomodadas sus pupilas nuevamente a la luz y entre bocinazos, de nuevo rodeado de grúas, barcos y trenes, habiendo visto lo que otros no, probablemente el visitante encuentre que es otro, distinto del que entró. Lejos de haber visitado apenas una muestra, se habrá encontrado de pronto atravesado por una experiencia.
Hugo Aveta, Dioses invisibles, curaduría de Diana B. Wechsler, Centro de Arte Contemporáneo MUNTREF/Hotel de Inmigrantes, Buenos Aires, 1 de abril – 26 de junio de 2022.
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