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La hora de las ratas es el primer libro publicado por Agustina Zabaljáuregui, periodista, guionista y coordinadora de talleres literarios nacida en Buenos Aires en 1984. Se trata de una colección de trece relatos templados en un tono similar, ni monótono ni chillón, cuyo diccionario de uso y composición suena literario pero sin amaneramientos, contemporáneo, fresco y ligeramente coloquial, emparejado con el fraseo casi urgente de una prosa llana y versátil, encabalgada en el punto seguido y amoldada en cada caso a las alternativas de las tramas que se narran. Cierta facilidad en la lectura puede entenderse, acaso, como resultado de esa amalgama; cada relato fluye y el conjunto —tal vez con la sola excepción de “Los cuervos”, probablemente el de verosímil más extravagante— se lee a velocidad de crucero. Recordándonos la eficacia de ciertos “mandamientos”, son económicos y son robustos, vívidos y fantásticos; algunos realmente sorprendentes. El que le da título a volumen se interna en los corredores bajo tierra del Subte y hermana a una hembra de nuestra especie —Luna— con un grupo de ratas en una saga de supervivencia cuyo clímax es el ajusticiamiento de un hombre horrible; “Pica” es una escondida entre dos hermanos uno de los cuales, el más cruel, el más travieso, es un fantasma; mientras “Una botella de whisky y una lata de Nesquik” tiene lugar en un mundo asediado por jaurías rabiosas de hombres-perro en el que una pareja de humanos, ¿los últimos?, conciben un hijo que es una suerte de elegido, una instancia de superación. Construidos como en el filo de lo inminente, casi siempre asomados al borde de lo que va a suceder, pero también, y con precisión y destreza, escamoteando ese final hasta que el fin sucede, casi todos los relatos se dejan invadir por una naturaleza poderosa. Animales de compañía o silvestres, individuos animalizados, ríos o bosques con carácter, deseos y comportamientos atribuidos por nosotros a quienes son como nosotros ganan el centro de la narración en “Hijo del río” —gran manejo del suspenso en el desarrollo de la crecida que viene a buscar lo suyo—, “Nuestro lugar en el bosque” u “Hombre gato”. Por efecto de esas y otras fuerzas humanas y no humanas, y por efecto de todo un repertorio de metáforas agrestes —la “salida como una serpiente en el paisaje”, “el sonido del fuego avanzando con la velocidad de un galgo”, “el recuerdo es un animal dormido”—, uno se encuentra de pronto como tironeado hacia un afuera de uno tan próximo como oculto por la propia ceguera frente a ese otro mundo ensamblado de organismos múltiples, diversos, sentidos o intuidos. Y, precisamente, los intuidos son otra de las especies tipo que pueblan este ecosistema narrativo: voces, movimientos o espíritus adormecidos que visitan el lado explícito del cuento cuando, por ejemplo, alguien se prueba un vestido olvidado en el placar de otra persona muerta. Si ciertos rasgos del tándem forma/contenido —economía, rigor formal, fantasmas y la señalada animalidad— pueden remitirnos a algunos cuentos de Horacio Quiroga, en el coprotagonismo de unos cuantos niños, sus juegos y sus arbitrariedades, reverberan incandescencias de “Las fotografías” o “El vestido de terciopelo”, de Silvina Ocampo, como si La hora de las ratas, a la caza de un augurio favorable, invocara alguna zona de la sensibilidad poética y el arte narrativo practicado por los antepasados de la tribu. En la brevedad tersa, sugerente y amorosa de “Una tormenta” o “En las raíces” también pueden seguirse los rastros de ese linaje.
Agustina Zabaljáuregui, La hora de las ratas, Notanpüan, 2022, 148 págs.
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