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Fin de semana desapacible en Buenos Aires, llueve con intensidad, muchos porteños se refugian en sus madrigueras y el servidor del sitio de películas online Cuevana está saturado; sin embargo, las salas del MAMBA presumen de un caudal de público insospechado. El flâneur que se aventura hacia el museo parece requisado por las flamantes autoridades que, por alguna razón, están parapetadas en la entrada, como el nuevo sheriff que llega al pueblo para poner orden en una de vaqueros del salvaje Oeste. Con hábil cintura hay que esquivar las hordas que sobrepueblan la muestra del grupo Mondongo, una turba compuesta en su mayoría por pandillas que bullen de hormonas, acné tardío y fotos subidas a Instagram y señoras emperifolladas que se dejan obnubilar por las capas de plastilina. El visitante puede encontrar alivio filtrándose a una sala más pequeña, iluminada a media luz, ingresando sigiloso como un espectador distraído que entra cuando la función ya comenzó y está más atento a no tropezarse con los asistentes que a lo que se proyecta sobre la pantalla plateada.
En su faceta como reseñista del suplemento Radar, Verónica Gómez forjó su voz autoral al poner un especial énfasis justiciero en muestras un tanto desplazadas, en espacios de un circuito al margen del mainstream (la Comisión Nacional de Energía Atómica, las galerías de Arroyo, el Museo Nacional de Arte Decorativo, el Museo Eduardo Sívori) y con un fetiche por el grabado y el dibujo como ejes distintivos, disciplinas siempre relegadas como géneros menores. Guiada por una motivación similar, en su nueva muestra Aída y la fuga de los calvos, Gómez exhuma de la colección del museo un puñado de obras en papel en un arco que va desde el infalible Aizenberg (la obstinación por la estela que dejó su obra para las generaciones posteriores es una fijación sintomática largamente analizada) hasta la reivindicación de artistas desterrados del canon, sepultados en la ignominia del barro de la Historia, operando como una saqueatumbas afectiva que se vale de retazos de ficción para componer un nuevo cuerpo ahistórico.
De esta manera, así como en sus anteriores instalaciones Gómez trabajaba a partir de mise-en-scènes escenográficas que tensaban lo institucional con lo privado, la artista extiende ahora esas inquietudes hacia el montaje, no tanto desde las variables compositivas de la colgada, sino entendido como encadenamiento semántico; un organismo de imágenes fijas que entre sus silenciosos intersticios produce fogonazos narrativos, operando con la lógica de un haiku o a la manera del hebreo, un protoalfabeto sin vocales que en sus omisiones ramifica las posibilidades hermenéuticas hacia una eiségesis subjetiva. Partiendo de las obras del patrimonio del MAMBA, Gómez entrama un relato coral, sugiriendo que la colección de un museo puede funcionar como material crudo, una utilería capaz de ser tergiversada en la mesa de montaje, un sistema a través del cual un conjunto de imágenes multiplica de forma exponencial sus cualidades ficcionales y emotivas de acuerdo con la manera en que estas son barajadas y reordenadas.
Si la muestra de Mondongo convocó multitudes gracias al efectismo pochoclero de su pirotecnia visual, como un blockbuster de vacaciones de invierno, la sensibilidad intimista de Aída…, en su cuidada artesanía indie, supone un antídoto frente a la parafernalia con que la industria del entretenimiento aspira a tentaculizar la cultura, refugiándose con discreción y confiando en la potencia del relato por sobre cualquier efecto especial.
Verónica Gómez, Aída y la fuga de los calvos, MAMBA, Buenos Aires, 22 de agosto a 6 de octubre de 2013.
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