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Después de Sumisión (2015) y Serotonina (2019), dos novelas, sobre todo la primera, que trajeron consigo mucha polémica por su anticipación en el campo político y social francés, Michel Houellebecq, el enfant terrible, descansó. No es que Aniquilación, su octava novela, no tenga una visión crítica del norte occidental; eso siempre está: Houellebecq, un eximio lector de la realidad, hizo de la incorrección política un estilo. La novedad en su nueva novela, justamente, es que no hay polémica, o mejor, la novedad es su humanidad. En otras palabras, Aniquilación es su libro menos nihilista y más romántico.
La novela cuenta la historia de Paul Raison, un hombre simple que vive de costado, casi como un fantasma, mientras trabaja como mano derecha de Bruno Juge, ministro de Economía y figura política fundamental en la Francia que se prepara para las elecciones de 2027, en las que el funcionario jugará un papel preponderante. Esa sería la trama política, el marco de la novela, que rápidamente se concentra en la familia que rodea a Paul, que empieza con el ataque de Édouard, su padre, un exagente secreto que sufre un infarto y queda en estado vegetativo. La salud del padre vuelve a acercar a Paul a Cécile y Aurélien, sus hermanos, y sobre todo a Prudence, su mujer, con quien hacía más de diez años que convivía pero separados, compartiendo nada más que su soledad.
De ese modo, la novela empieza como un thriller político en el que se investigan ataques cibernéticos perfectamente ejecutados (uno de ellos involucra la figura de Bruno) y deviene en un drama familiar de tipo existencialista en el que el dolor une y el amor sostiene. Houellebecq se adentra en los vínculos familiares sin ironía; por el contrario, lo hace lleno de humanidad, ahí está la vuelta de tuerca: en la ternura con que se narra el drama familiar, que no se reduce a la salud del padre —la figura paterna funciona como eje de todos los personajes—, sino que incluye una muerte y otra enfermedad, la del propio Paul, que el protagonista afronta con gran entereza.
Otra novedad es que la mayoría de los personajes, a excepción de uno (Indy, la periodista vengativa), son buenas personas, golpeadas, pero buenas personas. Paul, Prudence, Cécile, Madeleine, Bruno: todos empatizan con la adversidad del otro y tienen buenas intenciones. En su accionar no importan las diferencias religiosas, ni ideológicas, ni económicas; de hecho, Houellebecq, que sabe que en la ambigüedad está la fuerza de una historia, hace que el personaje más bondadoso, la humilde y ultracatólica Cécile, sea votante de Le Pen.
“El mundo no se compone de lo que es, sino de lo que sucede”, lee Paul de un libro de filosofía y física, cita que parece estar hablando del mundo global y el suyo personal. Houellebecq, siempre filosófico en sus argumentos, tranquilamente podría haber agregado: “y de lo que hacemos con lo que sucede”.
Aniquilación es un libro que abarca muchos temas (terrorismo, sexualidad, felicidad, melancolía, compañía), pero el que resalta, sobre todo, es el de la muerte: la de Occidente, una fórmula agotada, y principalmente la física, esa “pavorosa zambullida en la nada”. Ese es el gran tema de la novela: la finitud (“Envejecer solo no es ya muy divertido, pero morir solo es lo peor de todo”, dirá Paul). La pregunta es: ¿estamos dispuestos a mirarla a la cara? Houllebecq hace algo más: a la finitud le contrapone la naturaleza. ¿Cómo? Pone a sus personajes en estado crítico a contemplar paisajes —un jardín, un viñedo, un bosque, un río, un último horizonte— y es ahí donde encuentran un alivio mínimo, pero real. Ahí y en el amor, ya sea de la pareja, la familia o el de la amistad.
Aniquilación es un libro en el que Houellebecq no sólo descansó, sino que, finalmente, parece llegar a una conclusión positiva: lo importante es el amor, sólo hace falta que exista.
Michel Houellebecq, Aniquilación, traducción de Jaime Zulaika, Anagrama, 2022, 608 págs.
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