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Antes que de su autor todo poema habla de su instante, del momento que lo tiene como protagonista de lo que pasa. Son esas raras excepciones en las que el lenguaje se aproxima a su propio olvido a través de un solo verso, una simple palabra exacta y solitaria. Si extremáramos este abuso de los modos de leer, podríamos afirmar que el poema es una biografía sin nombre, sin sujeto, a lo sumo el lugar donde todas las fechas adquieren gravedad sólo al borrarse cuando ya a nadie pueden ser adjudicadas. Prescindiendo de toda teoría, así lo razonaron Valéry y Eliot en su renuncia sentimental, Auden y Montale en sus apuestas por lo hermético. Escándalo de sentido es el poema, pero también, azar de su propio origen. Sin embargo, desde hace ya un tiempo la proximidad biográfica es irrenunciable, y en determinados casos llega a transformarse en excusa, en simple comienzo —cuando no en molestia— que conduce hacia uno mismo. Al menos así podría pensarse este libro, que interroga a los restos de un padre para no encontrar respuesta, pero sí para encontrar, entre bifurcaciones y excesos, el instante de todo poema, su “astilla” hecha memoria que escapa como un pez barroso.
Para Gnesutta un padre parece ser lo sucesivo, lo cambiante, lo que adquiere diversos rostros en el transcurso de su paso ante nosotros. A esas obviedades la autora las explora y las trabaja, por momentos se deja tentar por ellas; pero al menos en dos oportunidades las deja de lado o, en todo caso, el poema mismo las olvida al preferir los restos del padre como lo que evidencian: un infinito desconocido que habita en la fría exterioridad de una fotografía: “Esta foto de mi padre en el mar: / es joven su cuerpo / parece blanco y suave / como una piedra. // Sonríe entorna los ojos. // Nunca conocí a ese hombre / que reposa sobre el agua / que confía en su desnudez. / Un hombre que se deja lamer / por la sal / y sonríe para alguien / para él mismo / para la memoria. // Ese / no es mi padre”. Cuesta entonces encontrar en cada verso el timbre de lo emotivo, lo que llevaría a pensar que el poema es un mero ejercicio descriptivo, pero sin embargo hay otra cosa en lo que leemos, algo mejor oculto y develado. La precisión y la mesura —que fusionan en imagen y palabra ignorancia y saber— dicen más que la invención excesiva o profusa. Tal vez esto mismo, una ley en la poesía que señala que, en la distracción de la abundancia lo que escasea brilla, nos lleve a otro poema que se vuelve próximo apartándose de lo que sobra. Sin intervenciones sentimentales, apenas con un hilo cotidiano, el poema narra de nuevo la porción invisible de lo filial; y hasta se permite, en el fin, el quiebre de un yo que también es la astilla de otro cuerpo: “En una ceremonia silenciosa / plantamos un membrillo. // El árbol no se toca / necesita un tutor rígido. / Si sus frutos son amargos / el árbol se arranca de raíz / como un yuyo. // El árbol debe mostrar su fuerza. / No podemos / jugar con él / ni debemos / imaginar su sombra / porque el árbol puede morir. / Nos dejará solos // amargo / estéril / seco. // Arbolito / no te mueras”.
Melisa Gnesutta, Las astillas del pejerrey, Borde Perdido Editora, 2022, 56 págs.
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