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El realismo de Pavese nunca fue el realismo de los otros. Donde los demás escritores veían —todavía ven— un instrumental para erigir los avatares de la realidad consensuada, sus contextos y escenografías, el autor de La luna y las fogatas entendió el género como una excavación al subsuelo donde anida el mito. Sedimentado a fuerza de repeticiones, de actos que sólo son nuevos para quienes los ejecutan, el núcleo de sentido de la obra del piamontés indaga los espasmos que acompañan y definen a la especie humana desde su nacimiento.
En sus cuentos y novelas, en los poemas de Trabajar cansa, en su diario, en sus ensayos y sobre todo en esa maravilla sin etiquetas que es Diálogos con Leucó, Pavese sondea las fuerzas que convulsionan, con o sin derrame, dentro de nosotros. Publicada en italiano en 1948 y actualizada este año por Silvio Mattoni, cuya traducción al español tiene el raro mérito de filtrar el voseo y ciertos argentinismos sin que el resultado se torne estrafalario, El diablo en las colinas camina por la huella de Antes que cante el gallo, El camarada y las otras novelas más o menos breves que Pavese escribió a ritmo acelerado, bajo el apremio suicida que se concretaría a mitad del siglo XX.
Está el narrador insomne, demasiado lleno de energía vital como para descansar los ojos, y está además el protagonista velado en el que el narrador se completa, se extravía o se rechaza. Está la zona, la geografía mitificada que incluye a Turín y los campos de alrededor, paisajes por los que los personajes vagan sin encontrar lo que buscan, y está por último el verano sin bordes, otro de los grandes tópicos pavesianos, interpretado no como parte de un ciclo, sino como un ciclo en sí mismo, con su luminosidad, su corrupción y sus violencias rituales.
En El diablo en las colinas, la canícula se devora toda la trama. Tres amigos yerran al amanecer tras una noche de farra aparente —los excesos recién se explicitarán cuando el enajenado Poli haga su aparición en la espesura— y a partir de entonces se acumulan viajes, unas pocas mujeres, paseos por la playa y discusiones acerca de una pureza que habita en el territorio antes que en el cuerpo: “Era como si el sol y el peso móvil de la corriente me hubiesen empapado de una virtud suya, una fuerza ciega, alegre y burlona, como la de un tronco o un animal del bosque”.
El clímax vendrá en agosto, el mes caliente, el de la uva. En el Greppo esperan Poli y Gabriella, quien flota por los pasillos de la casona vacía y desnuda las frustraciones atávicas de los cuatro hombres en ciernes. La tensión leva y la caza de la perdiz remeda sin sublimaciones la vieja lucha por la supervivencia, la presunta superioridad del más apto, mientras las borracheras y las fiestas estúpidas redundan sin dejar nada. Esta historia es antigua, y cada tanto alguna de las criaturas de Pavese parece darse cuenta: “¿Cómo? —gritó Pieretto al viento—, ¿no sabés que lo que te tocó una vez se repite? ¿Y que así como se reaccionó una vez se reacciona siempre? No es casualidad que te metas en problemas. Después volvés a caer. Es el destino”.
Cesare Pavese, El diablo en las colinas, traducción de Silvio Mattoni, Marciana, 2022, 202 págs.
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