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Cuando asesinaron al padre de Sara Jaramillo Klinkert en Colombia ella era una niña de once años. Ocurrió el viernes 17 de mayo de 1991. El padre era un abogado prestigioso que nunca había perdido un caso. Ese día un sicario le pegó un disparo y lo dejó desplomado sobre un charco de sangre. Cómo maté a mi padre es el relato catártico, franco y casi antropológico de ese evento y sus secuelas. No hay aquí guiños de ficcionalización, por el contrario, la coincidencia es tan puntal entre la Sara de carne y hueso y la narradora de voz cristalina que se hace irrelevante deslindar categorías. El libro intenta resolver un desconcierto: “Todavía me cuesta creer que apenas treinta y cinco gramos de acero y un gramo de pólvora hayan podido acabar con una familia”. En todo caso, la atomizada estructura narrativa, la candorosa descripción de cómo ese asesinato transfiguró la vida de una madre y cinco hijos y la fuerza poética que vibra en el interior de este texto hacen que se trate de algo más que el mero testimonio de una tragedia.
Más allá de explorar una historia individual, resultado de la cultura endémica del sicariato (sobre todo en la Colombia de los noventa), este libro va construyendo un género propio que podría catalogarse de “tenebrismo mágico”. Es gracias a la voz aparentemente sencilla y tierna de esa niña aturdida por los sucesos como sin darnos cuenta entramos en una atmósfera que se recarga progresivamente de nubes negras. Prima una resonancia ominosa. Como ocurre con otros pocos libros, de ahí viene también su fuerza narrativa; como El lugar del padre de Ángela Pradelli o Paula de Isabel Allende. Dirigiéndose al padre que ya no está, la narradora misma revela la conexión con la muerte: “Muérete ya, de una buena vez. Deja que tu fosa sean las hojas de este libro y que, en vez de cubrirte la tierra, lo haga con todas esas palabras que callamos (…) Las escribí (…) antes de ser sorprendida por mi propia muerte”.
Cómo maté a mi padre es una novela de iniciación pero en la muerte; es una autobiografía pero también es literatura sepulcral. El epígrafe que abre el libro, primera estrofa de Elegía a la muerte de mi padre, del poeta venezolano Ramón Palomares, también nos da una pista de este salto al vacío: “Esto dijéronme: / Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo. / Ábrele los ojos por última vez / y huélelo y tócalo por última vez. / Con la terrible mano tuya recórrelo / y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte / y entreábrele los ojos por si pudieras / mirar adonde ahora se encuentra”.
Mirar adonde ahora se encuentra parece ser el intento inconfesado, quimérico y desgarrador de este libro. Pero Cómo maté a mi padre es más que una elegía, tiene algo de thriller psicológico, de rom-com, de película de horror, de post-boom caribeño, una que otra pincelada porno y un destello de film noir. Lingüística y botánicamente hablando, es una novela tropical. Hay acumulación milagrosa de flores; hay personajes oníricos, misteriosos y excesivos; hay enredaderas que se tragan la casa y una matriarca de dimensiones legendarias. Podría transcurrir en Macondo si fuera necesario, y no sólo por la atmósfera marqueciana (sic) o su embarrada y prodigiosa naturaleza, sino porque también presenta sus abismos y sus esperanzas como elementos de un mito en construcción. Pero ¿qué pasa cuando cae la noche monstruosa sobre la colorida selva tropical? Pues lo que a lectores identificados con Sara Jaramillo: nos enfrentamos ante los verdaderos miedos y ante las contorsiones de nuestra propia soledad.
Sara Jaramillo Klinkert, Cómo maté a mi padre, Lumen, 2020, 192 págs.
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