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En la versión reconstruida por Camoin-Jodorowsky del Tarot de Marsella, el Diablo nos mira con sus cuatro pares de ojos: ojos bizcos de su cabeza sobre una lengua carmín; ojos redondos del pecho; ojos borrachos del vientre con su ombligo-lengua azul, ojos entrecerrados en las rodillas. Asociado al placer y sus pulsiones profundas, este arcano nos recuerda que el deseo es tanto potencia positiva como destructiva, contradiciendo el sentido común para el cual todo lo relacionado con el deseo es bueno.
Como ese Diablo que nos descubre con todas sus miradas, las pinturas de la última muestra de Laura Ojeda Bär nos enfrentan a la condición multiforme y compleja del deseo. En la serie Decolonial Gift Shop el deseo es el de posesión de riqueza, de un tipo de objetos paradigmáticamente deseables: las obras de arte. En la Galerie des Glaces, lo que aparece es un cuerpo poseído que una y otra vez se retuerce en gestos que se niegan a ser leídos.
La serie Decolonial Gift Shop, formada por pinturas que retratan esculturas, aparece en una de las salas desnuda, prescindiendo de complejos dispositivos de montaje. Una de las paredes blancas aloja una nube de treinta pequeñas obras. Al frente, en el encuentro de otras dos paredes, se alinean prolijamente otras diez pinturas. En el centro de la sala, una base sostiene una gallina de yeso: la única escultura de la muestra se sostiene como una enigmática protectora de la colección. Las pinturas son pequeñas, están enmarcadas y se les asignó una numeración para facilitar su identificación en una cuadrícula autoadhesiva, suerte de catálogo razonado de la colección completa, que acompaña las obras en la misma sala. La serie es juguetona e incluye retratos de clásicos de la escultura moderna (Brancusi, Iommi, Oldemburg), contemporánea (Salcedo, Twombly, Bourgeois) y también algunos guiños al arte argentino (Bianchi, Sinclair, Maresca). Por su carácter sistemático y su vocación inclusiva, este grupo de obras no tiene comienzo ni tiene fin, puede crecer sin límites ni fricciones. Son las figuritas de un álbum de páginas infinitas, la colección ilegítima de un coleccionista aficionado, glotonería cultural directo al consumidor.
No hay ingenuidad en la operación apropiacionista de estas pinturas: lo que hay es una explicitación de la tentación material, de la posesión (en el sentido de poseer pero también de estar poseído) de esas obras que se retratan. En lecturas tradicionales de Tarot, la aparición del Diablo indica usualmente tentaciones materiales, apariciones repentinas de grandes sumas de dinero de fuentes ilegítimas. En su multiplicación infinita (revelada por los espacios vacantes a completar en el catálogo), esta serie alimenta y reproduce el deseo, tanto en su versión freudiana —como síntoma ligado a la restitución de una satisfacción originaria, cuyo correlato directo es la fantasía— como en su versión vitalista —oposición política a lo dado, resistencia—.
En la sala contigua sí vemos desplegarse una sofisticada puesta en escena: flamantes paredes construidas para la ocasión dividen la sala de modo tal que el ingreso se realiza atravesando una pintura-cortinado (de color rosado y tajeada en múltiples pétalos/dedos). Un angosto pasillo en penumbras funciona como antesala donde cuelgan pequeñas pinturas, apoyadas de canto sobre la pared en incómodas inclinaciones, cada una con su iluminación específica, mostrando nucas, cabezas y cabelleras. La ingenuidad mimética de esas cabezas que avanzan por el pasillo como las nuestras nos hace caer en la trampa: estamos tentadxs a encontrar un rostro en el reverso de cada pintura, pero lo único que encontramos son nuevas nucas, cabezas y cabelleras. Como en una imagen lyncheana que no da tregua, las pequeñas pinturas a simple vista inofensivas se resisten punzantemente a resolver la tensión que genera una cabeza vista desde atrás (toda codificación significante está depositada culturalmente en su reverso, el rostro). Tampoco logramos resolver la tensión una vez atravesado el pasillo: al llegar a la sala de los autorretratos, la liviandad y desfachatez del Decolonial Gift Shop se transforma en la Galerie des Glaces en confusión lisérgica. Más que una tienda de regalos nos encontramos ahora en una especie de tren fantasma cuyos espejos curvos nos hacen burla. Las pinturas, autorretratos distorsionados de la artista, presentan en su condición teatral la violencia silenciosa que se despliega en cada selfie. Si en la antesala se nos negaba la posibilidad de ver los rostros, las obras de esta sala se resisten a la codificación por medio de un hechizo que promueve variaciones atléticas del retrato. Un complejo dispositivo de montaje retiene a las grandes pinturas ortogonales dentro de la pared, como peces en un acuario o como pantallas que lograron deshacerse de sus cuerpos-chatarra.
Si como dice Carlos Huffmann en el texto de sala (citando a Philip Guston), Ojeda Bär opta por enfrentarse al desafío de seguir las dos vías posibles para una pintora (pintar el mundo y pintarse a sí misma), al hacerlo, se somete invariablemente a las tensiones de su propio deseo. Tensiones que oscilan entre poseer y estar poseída, entre ocultarse y mostrarse, entre un placer reproductivo asociado al consumo y un deseo destructivo, resistente, clandestino, operado sobre el cuerpo.
Laura Ojeda Bär, Galerie des Glaces & Decolonial Gift Shop, curaduría de Carlos Huffmann, Moria Galería, Buenos Aires, del 15 de septiembre al 29 de octubre de 2022.
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