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Ya es un lugar común considerar a Borges, dada su centralidad, como una carga para los escritores argentinos. Si incluyéramos al novelista, crítico literario y docente Aníbal Jarkowski en esa generalización, podríamos pensar que se planteó ese problema: ¿qué hacer con Borges? ¿Exponer los hallazgos producidos por el investigador? ¿Formular las hipótesis del especialista? ¿Ser un eslabón más en la cadena infinita de la crítica borgeana? ¿O volver a la ficción, para que datos y rigurosidad cedan su lugar a la imaginación, a lo inestable, y entonces escribir Si?
Mediados de los años cuarenta. Borges escribe sus más famosos cuentos, mientras vive una fallida relación amorosa con Estela Canto y es corrido de la Biblioteca Nacional por firmar una solicitada contra el peronismo. En la primera parte de la novela, un narrador anónimo lo observa desde afuera en su cotidianeidad: trabaja, camina con su novia por el sur de la ciudad, va a un psiquiatra para resolver sus fobias y mantiene diálogos memorables con su madre. En la segunda, es Estela quien asume la voz narrativa mientras, internada, recibe las visitas de Borges y recuerda su paso por la estancia de unos primos en Uruguay. ¿Cuánto de todo esto es real? ¿Cuánto de las citas encubiertas, de las fuentes exhibidas en el texto (la solicitada, los fundamentos de un premio literario), o aquellas a las que el narrador remite (“hay un testimonio”, “hay una fotografía”, “hay varios manuscritos”, “hay un ejemplar”, “hay una carta”) no lo son? La pregunta parece inevitable, aunque la respuesta vaya perdiendo sentido en el juego indecidible de la ficción.
Esos dos puntos de vista estructuran de modo reversible la novela. Se trata de una forma que se extiende sobre dos maneras de ser: “Voy a tener que pagar uno por uno cada momento de placer al que me arrojé, igual que Borges va a tener que pagar por no haberse arrojado nunca”, dice Estela. Y sobre dos tipos de representación de la literatura: por un lado, el proceso de composición; por el otro, la escritura misma. Borges vive una experiencia y poco a poco va encontrando el argumento de lo que después será un cuento; Estela, en cambio, registra sus vivencias en un diario personal para no olvidarlas. En estos dobleces persiste la ambigüedad: ¿es ella quien define a Borges como un hombre “sólido” porque su vínculo con la literatura no sólo es artístico sino también moral? ¿O es el autor quien cuela la definición de que la novedad incomparable de lo que escribe es lo que le produce inseguridad?
Así, Jarkowski corre a Borges de todo estereotipo y, entre otras cosas, lo saca de su burdo antiperonismo para devolverle una filiación popular. “Nadie está más cerca del pueblo que Borges”, afirma Estela. Será porque en Si es parte de él: viaja en tranvía, es un asalariado estatal que roba horas para escribir, sus compañeros lo tratan de igual a igual, y además se lo ve incómodo dentro de su habitual clase social. Si la literatura argentina del siglo XXI viene reescribiendo sus propias historias, ha llegado la hora de reescribir a sus autores, empezando por Borges, el que dejó de ver, pero parece haber sido siempre observado por sus pares: “Come en casa Borges”, decía Bioy; “Borges vino a visitarme otra vez”, dice Estela.
Aníbal Jarkowski, Si, Bajo la Luna, 2022, 160 págs.
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