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Yo era un cuadro

Horacio Zabaljáuregui

LITERATURA ARGENTINA

“La hora del esplendor en la hierba”, tomado de William Wordsworth, citado por Zabaljáuregui en el comienzo de su libro, es un verso en el cual se señala lo que indefectiblemente no vuelve, lo que se ha perdido, no por voluntad del propio olvido, sino porque hay algo más poderoso que lleva por delante a cuanto se interponga a esa fuerza. Si la poesía está entonces en el comienzo, la poesía es el borde de la Historia; razón por la cual leer este libro lleva a leer la intersección de dos reinos que desde el romanticismo han desplegado el mapa de lo humano: inocencia y experiencia, y que asimismo, harán en la literatura argentina un trazado muy particular como vectores de esa fuerza.

En Yo era un cuadro, Zabaljáuregui lleva hasta el extremo melancolía y confesión, memoria y lirismo; la profundidad misma de lo metafórico y lo elidido: el cuadro político de los setenta a la luz del artificio retrospectivo de aquello que, con distancia y cercanía, hoy se contempla, ya que “como la telaraña del tiempo, / los anillos del tronco / se leen una vez talado el árbol”. Sin embargo, una vez talado el árbol los anillos extrañan el pasado alrededor del cual, como una piedra al caer en el agua, se expandieron sin más razón que la del puro impulso. ¿Qué ha quedado hoy de ese impulso? ¿Qué se escucha en la voz de un bosque acaso ya talado? Son las preguntas que nos hacemos en los saltos del verso. Así, de la memoria pasamos a la confesión, de las imágenes de una intimidad en el tiempo a las diapositivas de un museo revisitado en cada uno de sus instantes. Y he aquí algo a destacar: las proporciones de tal vaivén discursivo son exactas. Si el poema se vuelve música de una época, una sinfonía de la nostalgia, la distorsión confesional se empeña en hacer de ella apenas la canción del barrio. Y la torsión de ese equilibrio es tal vez la línea divisoria entre acción y contemplación, entre el curso de la historia y el retroceso de la poesía. Valga entonces en un mismo poema esa síntesis de momentos contrapuestos donde la ironía aligera un horizonte elegíaco que, como tal, suena a pasado: “La militancia y la identidad, / la proletarización como bella arte”; pero que, sin embargo, entiende al poema mismo como una réplica: “¿Dónde yace la memoria? / ¿En la fibra aérea de la nube / o en la fosa densa del fondo del mar? / ¿Se deshace / en réplicas el recuerdo? / Para tanto fuego, lo mismo da; / pesa en el pasado, / pluma o plomo, / lo mismo da”.

Pero la mirada de Zabaljáuregui, desde un comienzo, está ganada por esa misma ironía. Pareciera como si ya desde el título de su libro rompiera con el orden compositivo que se ha propuesto: la objetivación, la distancia, el recorte de un documento en el vendaval del tiempo. O en todo caso, con aquello para lo cual las palabras parecían subordinadas a callar. Si Pavese se permitió fustigar la moralidad ante la fatiga del trabajo, tanto político-orgánico como poético-compositivo, Zabaljáuregui sigue un poco en esa línea; ahora lo que cansa es militar, mirar en el detrás del cuadro que ha sido puesto por delante: “Es domingo / en un departamento vacío. / Hay que armar varias copias de un documento; / las pilas de hojas cubren la superficie del monoambiente. / ‘La importancia política de la tarea’ no quita / que se parezca a un castigo. / Doblado. / Toda la noche. / Militar cansa”. Uno se pregunta entonces: ¿dónde está la hora de la hierba resplandeciente, adónde todo lo que quedó por detrás de la primera página a la última? La respuesta más atemperada es sin duda aquella que encuentra la música de una sordina como disminución de toda intensidad, pero para que a una palabra le siga solo el silencio: “Una radio vecina enciende el día / gris, frío, una borra triste. / Así queda en la memoria, / medio en penumbra, / medio en sordina”.

 

Horacio Zabaljáuregui, Yo era un cuadro, Bajo la Luna, 2022, 64 págs.

17 Nov, 2022
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