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Lo primero que impresiona cuando uno empieza a leer El núcleo de la soledad, de Marcos Herrera, es el acierto estético del formato del libro y su edición. Es un objeto bellísimo y apropiado como vehículo para estos poemas. Algo no menor en este tiempo de cristal líquido, pues la experiencia que propone el autor comienza allí.
La sección inicial se titula “Madrigales”. Una cornisa de la que podría desbarrancarse en una canzonetta de clisés. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Aparece un tapiz de estilo particular por encima de la forma (incluso tan por encima que uno empieza a paladear elementos de la prosa del autor, tan reconocible). Leemos, por ejemplo: “el tiempo asiático / respira en tu mirada”, o “Cada ojo, un tubo de ensayo / en donde un dios / enclenque y mal pago / mezcla líquidos”. Joyas que nos hacen detener, recortar, guardar y robar porciones de ese discurso diferente. La escritura de Herrera cumple, ampliamente, con ese requisito de la elegancia: la diferencia.
El sujeto de estos versos no se priva, ya que está metido en el lodo amoroso, de ironizar definiciones. El amor: “un malentendido”. El amor: “los anteojos de Proust”. El amor: “una espiroqueta”. Así busca pasillos de escape, huecos por donde asomar la cabeza a un lado y a otro de “lo poético”, ese manojo de convenciones tristes. El amor como tópico se revuelve e integra en el mix personal de cada escena. No teme, tampoco, al nombre ni a recuperar lo necesario del pasado. ¿Quién podría medir el punto justo? Leo, como un valor en sí mismo, el hecho de no disimular lo humano del asunto; hablo de la escritura y hablo de amar. Lo que se corroe es otra cosa, podría decirse: el artificio.
Se advierten en estos poemas algunos elementos y procedimientos que, si bien muy potentes, tienen muchas probabilidades de hacerse trizas en las manos de la “explicación”; no obstante, para no quedarme en el temor de las meras obviedades, los expondré con más blancos que soluciones. (A) La división de estrofas construye estructuras fílmicas (en sentido posible), escenas, porciones concretas de la acción que se corta o encabalga: “Nunca va a parar de llover / mientras yo esté / seleccionando / estas tristísimas fotos de mi infancia. // Viajamos a Plutón / en un Dodge Polara. / Nadie habla. Ximena / empieza a repartir galletitas marineras y salame” (nota: la cita es de la segunda sección pero era demasiado buena). (B) El desplazamiento con respecto a “lo poético” no radica en una incursión temática o descriptiva, sino en el sabor agridulce de las composiciones; ese es el toque distintivo, algo sensorialmente ambiguo: “Cuando yo vaya, / vestido de blanco, / con una dorada corona de plástico / comprada en un cotillón, / con los dientes rotos, / babeando y sonriendo”. (C) Este procedimiento aúna los dos anteriores: un fluir natural y armonioso entre un tono conversacional y otros enunciados más bien elaborados desde el laboratorio cerebral: “No me acuerdo cómo sigue la letra. // En realidad sí me acuerdo / pero a nadie le interesa la otra parte”, conjugado con estructuras como: “Mezquindad de un delirio reglamentado”.
En esos momentos se desliza la escritura de “Madrigales”, empalmando con la siguiente sección sin sobresaltos, más bien con expectativas en desarrollo: “El núcleo de la soledad”.
Una estrofa, del poema “La noche”, nos permite esbozar alguna hipótesis sobre la dirección del proyecto: “En ese momento, los sueños de / la humanidad giran argumentalmente. / Muchos se despiertan. / Muchos no se despiertan nunca más”. La idea del argumento, del guion y los sujetos cautivos de sus papeles está ahí; pero también la idea del sueño como campo en que la lengua traduce la diferencia (esa de la que hablábamos al inicio), y la idea de la muerte como límite del teatro de la vida.
El poema contiguo, “Píldoras y bicicletas”, abre de una manera perfecta para ahondar en esas ideas: “Estoy gritándole a un / mundo que no existe. // Camino envuelto por las / membranas de los sueños”. Si el mundo construido ya no existe, ¿qué lenguaje tendría sentido más que el del grito primitivo? El sueño (otra vez) está ahí para el giro argumental definitorio, para que la ventanilla del viaje ofrezca algún tipo de historia. ¿Cuál sería? Lo mínimo: una sensación que nos transporte a otra parte (pasado o futuro), pero que se apiade de no dejarnos en el lugar.
Vuelvo a pensar en aquello: la humanidad gira argumentalmente. Para ir en busca de ese adverbio hay que creer, con agallas, en su sustento. Así que lo retomo: todo gira, giramos, hacia la claridad (arg-, esa antigua raíz indoeuropea). No en línea recta, no. Se pierde y se encuentra en las vueltas de la brillante espiral. Sería aburrido de otra manera. “Ninguna tormenta se parece a otra”, leeremos luego. El núcleo, de la soledad y de la alegoría (vean el poema “Realidad”), de la locura del sueño y del deseo, de la noche que olvida el camino a casa. El núcleo, ¿una palabra definitiva?
“Hoy es muy difícil / saber cuándo terminar el poema”, tan difícil como calcular la velocidad del silencio, como desaparecer del poema siendo un perro, como dejar de ser un camello cansado. Todas encrucijadas que este libro nos trae. Quién sabe cuándo terminar un poema. Quién sabe si la soledad está afuera o adentro del texto que creemos escribir. Porque no se puede hacer otra cosa, porque el sueño sucede también de este lado de los párpados.
Marcos Herrera, El núcleo de la soledad, Caleta Olivia, 2022, 74 págs.
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