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El título de la primera novela de Agustina González Carman alude a la teoría de las ventanas rotas difundida por el alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, en los años noventa, que preconizaba la tolerancia cero para las contravenciones, por mínimas que pareciesen; porque si, en un edificio, una ventana que aparece rota no se repara, “los vándalos tenderán a romper unas cuantas ventanas más. Finalmente quizá hasta irrumpan en el edificio, y si está abandonado, es posible que sea ocupado por ellos o que prendan fuego adentro”. En esta novela el espacio representado es un suburbio donde las ventanas rotas son los personajes, agujereados por las pedradas de una realidad vandálica, que el edificio de la Unidad Penitenciaria 39 de San Alberto, Ituzaingó, vuelve concreta. La Unidad irradia sobre la comunidad una suerte de ethos carcelario que condiciona la libertad de quienes viven en relación directa con la institución, ya sea porque trabajan o porque tienen familiares allí.
Irene, la protagonista, posee un cargo administrativo en San Alberto. Es un trabajo que “le llegó” a través de su madre y que aceptó sin muchos cuestionamientos. Hace horas extras requisando a los familiares de los presos, como otros empleados, y coordina un taller de escritura dentro de la Unidad. Allí conoce a César, un preso con el que construye un vínculo entre la curiosidad y el deseo. Irene está embarazada, vive con un médico que también trabaja en el penal y estudia en la universidad. La novela cuenta el camino hacia la maternidad de esta mujer joven, que vive al mismo tiempo dentro y fuera de la cárcel, en un mundo de mujeres solas que crían a sus hijos y viven en la encrucijada personal entre la pasiva aceptación de la vida que les ofrece el lugar (geográfico y social) y la pregunta ausente por el deseo. Porque en San Alberto la vida transcurre así, “con la fuerza de lo inevitable”. Sin embargo, aunque distante, la presencia persistente de Romina, la esposa de César, atraerá la atención de Irene y la llevará a ver en esa mujer una reverberación de sí misma.
Ventanas rotas asume la referencialidad realista, aun a riesgo de caer en una mirada antropológica que entorpece por momentos el desarrollo de la trama. Pero la elección de la tercera persona narrativa aleja saludablemente la novela de González Carman de la referencia individual y el tono confesional y la acerca a su mayor atractivo: un realismo clásico que pone en escena a otros personajes, representantes de una clase social sin privilegios, que libran un combate silencioso con la inercia de un diseño vital en apariencia incuestionable.
El final resuelve la disyuntiva de manera eficaz, y reemplaza el fundamento disciplinario subyacente en la expresión “ventanas rotas” por otro que se le opone, de carácter solidario y en cierto sentido liberador. Porque si una ventana rota puede leerse como ejemplo de contravención, también puede ser leída como una posibilidad de pasaje y de encuentro.
Agustina González Carman, Ventanas rotas, 17grises editora, 2022, 162 págs.
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