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Es probable que en algún momento alguna persona sabia haya declarado que todas las eras están representadas por una obra de Shakespeare. Quisiera pensar que nuestros tiempos todavía tienen la posibilidad de estar identificados con La tempestad, pero parece que la literatura contemporánea ha decidido que lo nuestro es el Rey Lear. Y es probable que tenga razón.
Ese es ciertamente el mensaje de El mar vivo de los sueños en desvelo. Conscientemente o no, nos presenta una trama que tiene fuertes paralelos leareanos. Aquí, el rey de la obra es reemplazado por una humilde madre llamada Francie, Cordelia por el hijo menor Tommy, fracasado en la vida pero simpático, y las hermanas malas, por Anna y Terzo, los miembros exitosos de la familia. En vez de dividir su reino, el acto de Francie que define la trama es mucho más sencillo: está muriendo. Y mientras que Tommy, que siempre ha cuidado a su madre en su ciudad natal de Hobart, Australia, se inclina a dejar que la naturaleza siga su curso, a sus hermanos la mortalidad de Francie les parece una ofensa personal. Quieren mantenerla viva a toda costa, a pesar del consejo de los médicos, los reparos de Tommy y los deseos de la paciente misma. En una serie de capítulos compuestos con textos más breves escritos desde el punto de vista de Anna, se narran los altibajos de la agonía (nunca hubo una palabra más adecuada) de Francie, sus mejoras temporarias y sus recaídas súbitas, y las conexiones tristemente efímeras entre la madre y una hija cuyo éxito, deseos de escapar de una ciudad provinciana y una niñez triste (el padre padeció de un enfermedad mental grave y murió joven, otro hermano se suicidó muy joven) han resultado en el abandono gradual de su familia.
Todo eso está acompañado por una trama secundaria absurda en todos los sentidos; sin dolor, sin afectar el funcionamiento del organismo, un buen día uno de los dedos de Anna desaparece, y más tarde otras partes importantes del cuerpo. Cuando Gogol escribió su famoso cuento “La nariz”, esta misma idea funcionaba con la rigurosa lógica del absurdo. Aquí, en cambio, inserta en una narrativa supuestamente realista, fracasa, teñida por un mensaje importante sobre el ambiente (Australia está en llamas, el humo de incendios forestales oscurece el aire, hasta en Hobart, famoso por su clima frío y húmedo). Probablemente la intención era señalar algo sobre la negación, pero simplemente no funciona. Es inverosímil que el recurso haya sobrevivido al ojo crítico del autor y sus editores.
Más allá de fantasías cronenbergianas fallidas, la novela tiene un problema todavía mayor: Rey Lear es una obra profundamente difícil de presenciar. En general, Shakespeare nos ofrece un alivio o distracción en sus tragedias, pero no aquí: todos, personajes principales y menores, son malos o fatalmente ingenuos, y todos van a morir, la mayoría de manera desagradable. Hasta el bufón es depresivo. Flanagan sigue este modelo: además de la tragedia del sufrimiento prolongado, y gráfico, de la pobre Francie infligido por sus hijos y de la crisis ambiental, hay referencias al abuso infantil, un hijo drogadicto y ladrón, otro esquizofrénico, el desamor, el fatalismo… Cuando se menciona el Holocausto, uno se pregunta por qué tardó tanto. Volvemos a ver las obras de Shakespeare en el teatro por la genialidad del texto o para ver una actuación superlativa. Con Flanagan, a pesar de la ambición y hasta el éxito de algunos de sus pasajes, quizás sería mejor quedarse en casa.
Richard Flanagan, El mar vivo de los sueños en desvelo, traducción de Tomás Downey, Fiordo, 2022, 234 págs.
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