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Así como Mientras somos jóvenes (2014) y Los Meyerowitz (2017) trataban una reconversión familiar e Historia de un matrimonio (2019) su resquebrajamiento, Ruido de fondo viene a carnavalizar un poco todo el asunto, con una familia “ensamblada” atravesando un curioso rito de iniciación. Para Noah Baumbach, la vida en común es una forma declinada de la pulsión de muerte, un laberinto de contramarchas necesitado de traslados mentales y espaciales. La novela original de Don DeLillo ya era un tratado sobre la enajenación, pero la adaptación vía Netflix supone duplicar casi todos sus recorridos temáticos. Si Baumbach respeta la ubicación temporal (la década de los ochenta) no es por pasión identificatoria, sino porque esa época, la de los últimos adorables estertores de la cultura popular, paga más que este marchito siglo XXI, lleno de grises y —prácticamente— sin tomas de partido. Ruido de fondo mira hacia atrás, pero en su deseo de interrogar el presente a través del pasado no es un film nostálgico, sino desamparado.
Cómo hacerse cargo de ese desamparo sin dañarse a sí misma es el desafío que la película no puede superar completamente, como si el American dream desvalorizado ya hubiera sido agotado como tema, primero por el Nuevo Hollywood de los setenta y, debidamente reconvertido después, por la explosión pop de la década del VHS, y ahora sólo pudiera ser parodiado en la memoria de los espectadores que aún retengan ambas épocas y sensibilidades. Jack Gladney (Adam Driver en modo Woody Allen) es un profesor universitario al frente de una cátedra especializada en estudios hitlerianos. La nube química que se cierne sobre su ciudad y lo saca de su claustro para convertirlo en un refugiado sirve como excusa para abrir un muestrario de escenarios sociales engendrados por la cultura del consumo, una sucesión de ritos psíquicos hecha de excitaciones, placeres y disgustos. En esa línea aparece la continuidad entre el campo de refugiados y el supermercado, los dos lugares que la película reserva para la reflexión ya no sobre el accidente químico, sino sobre la forma en que el mundo parece encaminarse inesperadamente hacia una reconversión traumática.
La figura de Elvis, que el profesor Murray Siskind (espléndido Don Cheadle) arrima a la del genocida austríaco, es el segundo punto de apoyo en el que la película busca su dimensión mítica. Baumbach es un director original por las resonancias que aún puede producir entre materiales muy contaminados por la mirada. Sus familias son, siempre, el interior donde sobrevive el paisaje, sea este una época, un tejido de relaciones o un simple estado de ánimo. Así, una película que empieza como un culebrón psicodélico puede ser también una de catástrofe, un film noir oblicuo (como lo es Vicio propio, de Paul Thomas Anderson) y terminar como un musical, haciendo de esa errancia la promesa de un mundo que nunca termina de afirmarse.
Baumbach toma siempre riesgos y a veces se equivoca, especialmente cuando el universo psicosocial adulterado de su película se vuelve caótico al punto de parecer cosido con un poco de arbitrariedad. La manera en que DeLillo jugaba con la sobrecarga de información y las curiosas maneras en que el inconsciente colectivo aliviaba esa presión a veces se desvaloriza en la pantalla, donde la denuncia social queda demasiado abierta y el virtuosismo de la puesta en escena repone artificialmente una sensación de angustia a la que le cuesta fluir puramente desde el relato. En una película a la que le sobra casi media hora, más de una vez Baumbach se atora en el majestuoso diseño de producción y llega tarde a la trama, como condenado por la propia instantaneidad de la cultura en la que está escarbando. Si aun así Ruido de fondo se puede ver con una sonrisa en los labios es precisamente por la conciencia juguetona acerca de su propia rareza, por el fatalismo con que se niega a reducir la época en que transcurre a un medio de subsistencia hecho de clisés, y porque sus tonos dramáticos, cuando pasan al frente, nos enseñan que la mayor tragedia del presente pasa por la percepción. Ahí donde las perturbaciones neofascistas se confunden con el sonido de la autoridad, la película de Baumbach puede funcionar como un barroco manual de instrucciones para no confundir sombras con oscuridad.
White Noise (EEUU, 2022), guion de Noah Baumbach a partir de la novela de Don DeLillo, dirección de Noah Baumbach, 136 minutos, disponible en Netflix.
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