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Dos hermanos deben trasladar el cadáver del padre a la planta baja de un edificio por un ascensor. Para hacerlo, colocan la camilla a la que está sujeto en posición vertical. Cuando devuelven la camilla a la posición horizontal, el aire que había quedado en los pulmones del muerto, al pasar por las cuerdas vocales, produce un ronquido. Es una voz desconcertante. “El cadáver de mi viejo… gruñe una verdad…, una canción grave, que por ahora no entiendo”. Si la voz orienta al construir sentido, el quejido del muerto plantea lo contrario: la necesidad de una búsqueda de sentido. Ese es el conflicto que guiará el derrotero de Claudio, alias “Mondo”, el protagonista de la nueva novela de Marcos Herrera.
Hay una ficción del origen, una imagen formidable y clave para entender a Claudio: a los siete años, el padre le regaló una máscara del Hombre Araña. No es una máscara cualquiera, ya que fue usada por el mismo padre para cometer un robo. Lo que recibe Claudio como herencia, que prefigura lo que no recibe, es entonces una voz falsa, el ronquido del muerto, y una cara falsa, la máscara de un superhéroe inmaduro y cínico. La novela plantea este conflicto multiplicando las repeticiones y los dobles sentidos en donde la copia siempre supone una distorsión de los valores originales. Complementario a ese juego hay otro que trabaja sobre el significado de las palabras, un juego que tiene su origen en el título de la novela, que alude por un lado al polígono de tiro donde el padre de Claudio aprendió a domesticar las armas, y por el otro, a la figura compuesta por los segmentos consecutivos que delinean la circulación del personaje por los distintos puntos cardinales de la ciudad y los suburbios, cuya área representa el doloroso aprendizaje del mundo violento que le tocó. Atrapado en el presente, cualquier intento por construir una vida normal –como su concubinato con Carla Parvati– está destinado a naufragar por las deudas del pasado, que lo obligan, en medio de las idas y vueltas, entre domicilios provisorios y luqueo de marihuana, a volver –una y otra vez– al cementerio de la Chacarita donde habita el fantasma sin tumba del padre. Esa insatisfacción crónica lo llevará a entender que, en su condición de huérfano, debe aprender de la propia experiencia: “Me declaro, entonces, en este acto, alumno de mí mismo”, y a comprender que para cerrar ese polígono deberá destruir el presente como una forma de atajar el futuro. Quemarlo todo y renacer de las cenizas con un nuevo rostro.
Con sentencias quirúrgicas, que recuerdan a John Fante, y un manejo impresionante de los detalles que permiten con una módica enumeración de objetos reconstruir todo un perfil social; con frases que reverberan en su estudiado recurrir y perfilan una cadencia vertiginosa puesta al servicio de una prosa madura que, como la de Burroughs, crea un universo que es simultáneamente real e imaginario, Herrera consigue alumbrar una de las mejores novelas de estos tiempos.
Marcos Herrera, Polígono Buenos Aires, Edhasa, 2013, 286 págs.
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