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Los años que se recuerdan no son necesariamente los que rebosan de felicidad. Hay más bien en la memoria una tendencia a saber distinguir la utilidad del tiempo vivido. Vale más, entonces, el año propicio al dejar un hábito o al desentenderse de una manía que el año de la llegada del amor o la felicidad misma. Por eso se recuerdan los años del fin de algo, porque propiciaron el comienzo de otra cosa, la deseada llegada de eso otro. En este libro de Alberto Giordano, 1992 es ese año, “el año en el que ocurrió todo”. Por supuesto, los años que le siguen son la continuidad ininterrumpida de este y hacen al conjunto, la suma. César Aira, el novelista, el “monstruo”, aparece en la vida del joven crítico de un modo realizado; por lo que la vida de este último se orienta hacia otras novedades: de la infidelidad al amor, de la ingenuidad crítica a la sagacidad polemista, y de la vaguedad del limbo a la intuición del paraíso. Con eso ya bastaría para justificar la valentía de acercarse al autor de El llanto (1992), y sin embargo hay algo más. Un primer recuerdo del autor dice que “Aira ya representaba para mí la literatura antes de aquel encuentro, desde que lo había empezado a leer. Fue por eso que quise conocerlo”. Leer y conocer son registros de todo diario, pero aquí adquieren valores distintos y a la vez similares. Por ejemplo, Giordano recuerda y Aira es la asistencia durante una depresión en un congreso; también, un día de paseo por la ciudad donde este vive; y, por supuesto, la mirada oblicua respecto de los usos consabidos de la literatura que va formando un estilo. En verdad, lo que Giordano recuerda no es tanto la persona que primero leyó y luego frecuentó, sino más bien los efectos de esta, aquello que le permitió conocer de nuevo el mundo.
Si un lector desprevenido tomara este libro, se sorprendería para mal por la monotonía de la vida de un profesor al que, repetidas veces, la melancolía lo arrincona. Diría: ¿Qué pasó durante todos esos años? Sin embargo, como esos lectores ya casi no existen, el lector prevenido va en busca de los efectos de la literatura con la misma pregunta. Uno de ellos está expuesto por Aira: “Giordano es como una sombra que me acompaña de cerca”. Leer es un modo de acompañar, tal vez el más silencioso, y el que mejor se lleva con la pasividad de estar a la sombra. Por eso, lejos de ser el mejor lector de Aira, valoración que dejamos para el porvenir, Giordano sí es el mejor lector de los detalles en Aira, quien conoce el origen de los efectos. Preparando una clase —el horizonte de aventura de todo profesor—, entre lo anodino de Barthes y las expectativas del alumnado, el ensayista descubre que oscilación e ironía son caminos de la crítica: entre el elogio burlón y el reconocimiento de lo ajeno se puede ser ciertamente feliz, siempre y cuando se apliquen a otros y no a uno. Hay aquí una forma de la felicidad que se revela de modo enigmático: “Estos desplazamientos de perspectiva tienen su gracia, recuerdan a los de un conversador ingenioso que persigue ocurrencias antes que verdades”.
Los años Aira son una larga conversación sostenida a la distancia, en el tiempo, bajo las formas de lo epistolar y la plena presencia que, a veces de forma pudorosa, la amistad demanda a cambio de tales ocurrencias. Salir de Rosario en colectivo, prepararse para el encuentro, releer en viaje al maestro y exponerse a lo incierto del ánimo ajeno —Giordano contabiliza los encuentros— hace a la intensidad que la literatura propicia como modo de vida. Llena de pequeñas inflexiones, malentendidos y expectativas, la conversación es la justificación de todos esos años; acaso porque “se lleva a sí misma y hace que los mundos se desenvuelvan y se rocen, cada uno según su idiosincrasia, por la fuerza de la simpatía y el cariño”.
Alberto Giordano, Los años Aira, Neutrinos, 2022, 118 págs.
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