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Un hombre en calzoncillos, al filo de un balcón más o menos alto, mantiene el equilibrio con los brazos abiertos, apretando apenas los pies sobre la baranda. Clave en Aftersun (2022) —el debut cinematográfico de la escocesa Charlotte Wells—, esta escena no podría formar parte de la diegética Netflix. Como Wells opta por montar situaciones suspensas, el resultado es lo contrario del suspenso que se distiende en acciones, propio de las series y del cine afín. Aftersun asume que es un filme donde no tiene lugar un pasaje al acto. Digamos, donde quien debería suicidarse no se suicida nunca (ni cuando se pierde en el mar de noche, emulando a una Alfonsina). Aunque el padre (ese hombre balanceándose en la baranda) y su hija naden, nadie nada nunca. Forcemos un versus de estéticas/retóricas bien simple: Bafici vs. Netflix. Si en el segundo caso importa tanto que no se “espoilee” el final, es porque pasan cosas; mientras que, en el primero, hay que hacer(se) la película a partir de lo que no pasa. Epítome: In the Mood for Love (Wong Kar-wai, 2001). El eslogan implícito —Make mood, not love— al toque lo importó a Hollywood la talentosa heredera del genial Francis Ford Coppola via Lost in Traslation (2003). Por si faltaran condimentos hipster, la directora idealiza e ideologiza japonesidad (lo otro sutil, lo otro leve, lo otro elevado, lo otro misterioso). Lo mismo (no) sucede en otros ejemplos de “slow cinema” oriental, como Blissfully Yours (Apichatpong Weerasethakul, 2002) o The Hole (Tsai Ming-liang, 1998). Elipsis, final abierto, sugerencia, esteticismo, coreografías, antes ritos que acontecimiento, espacio sobre tiempo: pistas todas de una retórica que a esta altura se reconoce como “indie”. Sólo autores visionarios y contumaces (a la lista legendaria de la Sontag en Artforum, sumarle nuestra Martel) son capaces de superar el protocolo manierista de “lo contemplativo” sobre lo narrativo. Aftersun corrobora esa estética de mood, donde se rumorea lo no dicho y sucede de todo menos lo que no pasa. No en vano es un hit en MUBI, la Netflix más Bafici en stock.
Pero lo que aquí nos convoca es su soundtrack original, compuesto por el londinense Oliver Coates. Propondremos su escucha como álbum independiente de la película, así como (volver a) ver Aftersun después de haber habitado el álbum lo suficiente.
A Coates le tocó inmiscuirse en el compuesto audiovisual de ruido-música-voz-imagen casi haciendo silencio. Por su parte, Wells redunda en un retro sobre los noventa —la década que justamente definió el consumo retro del pop y el rock del pasado—, así que los hits de entonces entran y salen como por su casa (ni siquiera se abstiene de usar “Losing My Religion”, para peor en versión karaoke). El contraste entre “unas que conocemos todos” (quienes superamos los cuarenta) y las nubosidades variables que Coates filtra (iba a decir cuela) es notable. Debido a que la música obedece a un plan de disolución, cuando el mar entra en escena todo se agua. Aquí riman hasta fusionar su homofonía aculogía y acuología: el concepto de “dimensión-pivote”, que descubría Michel Chion para explicar cómo la música se hilvanaba a ruidos diegéticos en el cine, consideraba la altura y el ritmo, pero en Aftersun cuenta más el timbre como ese pivote/hilván. Por ejemplo, a la hora veinte, al momento en que el padre baja a la playa color azul por la luna, oímos olas y chelo sin distinguirlos del todo. Ah, pero el chelo… Últimamente, Tár (Todd Field, 2022) ironizó sobre el fetichismo de ese violín gordo, impregnado siempre de un solemne paroxismo, marcado en el siglo XX por el patetismo en vida y obra de una Jacqueline du Pré. La puesta corporal que impone el instrumento, sumada a su sonoridad media (warm), comparada a la del violín más tendiente a la estridencia entomológica, sirven como significante vulgar de “velada paqueta”. Máxime en declamaciones públicas y lecturas variopintas, tal como queda demostrado en el programa de Dady Brieva o en las lectoperformances de Mariana Enríquez, para no ir tan lejos. El chelo de Coates, en cambio, está orientado a la desmaterialización, la acusmática y la mímesis acuática. El músico toma al pie de la letra eso de que se trata de una cuerda de cámara: el reverb (la “cámara”) y demás filtros son los responsables de que el leitmotiv de seis notitas presentado, insinuado y repetido en “One Without”, luego se vaya quedando más y más desleído. Aunque Arthur Russell podría mentarse como precursor de este uso dub del chelo, muy poco (o muy lejos) del graznido asmático, la carraspera existencial o los grumos repercutidos que lograba el neoyorquino en los ochenta vamos a reencontrar aquí. La intervención no se nota. Si hasta parece que el chelo se toca a sí mismo.
Sus frases se pierden en soluciones líquidas diversas, no suenan igual en “Swimming Pool” que en “DVCam”. Esta referencia a las tecnologías de registro audiovisual, que se tornaron electrodomésticos en los noventa, nos recuerda que estamos ante un filme autobiográfico, donde la directora intenta volver a ese verano junto a su padre mediante la arqueología personal que proponen las grabaciones domésticas. ¿Cuánto de lo recordable hoy se lo debemos a lo que fue “lo recordable” (lo que se pudo registrar)? Con este cuestionamiento, Aftersun se acerca y se aleja de otras autobiografías basadas en footage doméstico, digamos: Tarnation (Jonathan Caouette, 2003), El silencio es un cuerpo que cae (Agustina Comedi, 2017, explícita referencia para la escocesa) o el documental sobre Amy Winehouse de 2015. Encuadre, zoom in/zoom out, focus/out of focus, pause, rewind, etcétera: se cumplen como treinta años de aquellos días en que nos hacíamos la película de nuestra vida, adaptando la percepción a las técnicas de filmación disponibles. Aftersun festeja ese cumpleaños, además de jugar con la analogía entre lo recordado y lo que se filmó, en términos de distorsión de cinta y de memoria. En ambos casos, el mismo fracaso cognitivo, las mismas lagunas: el padre permanece en su cápsula numinosa, por más que su hija lo mire, lo espíe, lo siga, lo sueñe, lo alucine, lo filme.
De ahí que la música a su modo también se pixele, o se oiga como gastándose, proveniente de un VHS maltratado. Con lo cual, remite a esa estética wabi sabi de una música reproducida en aparatos disfuncionales (The Disintegration Loops de William Basinski), que además puede referirse a fallas por cuestiones más neurológicas que técnicas de una “spotless mind” (Theoretically Pure Anterograde Amnesia de The Caretaker). Todo nos remonta a esa obsesión meta-mnésica que gravitó en las páginas dedicadas a la hauntología en Simon Reynolds y Mark Fisher en los dos mil, y que desembocó en la ficción filosófica en Simon Critchley.
Las piezas aparentemente larvales de Coates resultan tanto de la composición como de la descomposición. Tracks como “Tai Chi”, “Boat”, “Night”, “Bus” equivalen a cirrus de audio, viento, trueno que se hace humo y motor sordo, respectivamente. El límite entre la composición y la descomposición se alcanza con “Limit”: un drone de pulmotor, latiendo en una dinámica menos temporal que espacial, vertical, abierta, silenciosa. El élan sinfónico al que puede aspirar esta música dura poco y está al final, en “Last Dance” (score), tema que el silencio corta en seco a fin de hacerse coda. Y como escribió el maestro Chion, “el silencio que sigue a una interrupción del sonido nos escucha”.
Extraído de la película, el soundtrack funciona como su sudario. Considerando que Coates bautizó Skins n Slime su álbum de 2020 (más obvio en términos de soundtrack), deberíamos advertir sobre las características táctiles de este ambient: sudario adhesivo, es como una película de relente que toma el entorno. Prueben, en un ambiente bien oscuro, cómo las cadencias amueblan a su manera lo invisible. Desembocaremos en la audioestética del cine para no videntes, aquella que proponían en los dos mil bandas electrónicas como Deaf Center o Stars of the Lid, embarcadas en articular grises en un blanco de silencio. También Colleen hizo lo suyo por el estilo, así como el catálogo del sello británico Leaf. Por su parte, Coates cita como influencia para Aftersun a la electrónica budista Éliane Radigue: “Al comienzo del confinamiento, solía escuchar trabajos de sintetizador de Radigue durante mucho tiempo en la oscuridad, para abordar el creciente pánico de una cotidianeidad vaciada de música en vivo”.
Por último, los invito a un “Sarraute Remix” del soundtrack de Aftersun (película que podría adoptar el título Retrato de un desconocido). La reedición vigente de Tropismos (1939) —el debut de la “no-novelista” Nathalie Sarraute, traducido aquí en 1968 por Juan José Saer— nos aporta una lectura del soundtrack que mejora las intenciones de la película. La francesa de la generación Nouveau Roman definía los “tropismos” como “esos movimientos de los cuales apenas tenemos noción, nos atraviesan sutilmente en las fronteras de la conciencia bajo la forma de sensaciones indefinibles, extremadamente rápidas […], que se esconden detrás de nuestros gestos, bajo las palabras que decimos, los sentimientos que manifestamos y sabemos que sentimos y somos capaces de definir”. La música de Coates logra mimetizarse con esos estados preverbales/presociales a los que se refiere Sarraute, momentos a lo que Wells sólo puede aludir desde las imágenes. Recalculando una y otra vez la dialéctica composición/descomposición, el músico perfuma situaciones invisibles, no filmables, no recordables, revelando esos tropismos (“original motions”, no “pictures”) que tienen lugar bajo/entre los personajes. Estas composiciones/descomposiciones se eximen de incurrir en el sentimentalismo ñoño al que Wells recurre como efecto afectivo.
Cerremos tanto acápite con el fragmento 28 del grávido Libro del desasosiego, donde Pessoa promueve “Un hálito de música o de sueño, algo que casi haga sentir, algo que impida pensar.” Bueno, anti-Hans Zimmer como es, Coates lo hizo: una casi música, casi cosa.
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