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Max Frisch produjo moles de su tiempo, grandes monumentos de la novela que aspiraban en igual medida a la búsqueda formal, el debate político y una salida filosófica para los males del siglo XX. Fue un autor industrial que creó una narrativa abarcadora, un teatro exitoso y varios volúmenes de diarios donde volcó experiencias, confesiones y pensamientos. Hay frases suyas en epígrafes de libros de otra gente, en viejas paredes europeas todavía no demolidas y en todos los recovecos de Internet. También escribió Montauk.
Movilizado tras una gira de promoción realizada en 1974 por Estados Unidos, donde conoció a Lynn —nombre ficticio con el que rebautizó a Alice Locke-Carey, la mujer treinta años menor que lo acompañaría de forma intermitente durante el tramo final de su vida—, Frisch aparejó un libro poliédrico sobre su presente y las raíces de ciertas perplejidades maceradas en la Zúrich de su niñez, la París de su juventud y la Roma donde floreció y colapsó su último matrimonio. Es una pieza sobre amores fracasados, incluido el que lo unió a Ingeborg Bachmann, pero también sobre la vejez del cuerpo, la senectud artística —revelada cuando Frisch habla, con extrañeza y admiración, de algunos escritores jóvenes que por entonces venían tomando impulso: Roth, Handke— y la imposibilidad de extraer sentido de los acontecimientos que lo tienen como protagonista. A mediados de los setenta, Frisch ya era el autor de No soy Stiller (1954) y Homo faber (1957). Tenía a disposición editoriales planetarias, auditorios reverentes, dinero para dilapidar y conflictuarse. Lo que le faltaba era la voluntad de escribir algo que no le importara a nadie más que a él: “Como Lynn no leyó nada de lo que he publicado, me divierto diciendo por una vez lo contrario: la política no me interesa nada. La responsabilidad del escritor con la sociedad y toda esa cháchara”.
Mientras persigue a Lynn por la espesura, camino al balneario de Montauk, donde van a pasar un fin de semana lejos de las entrevistas y los compromisos publicitarios, las preguntas remanidas sobre la autoimportancia y el papel del escritor en el mundo dejan su lugar a paisajismos, desdoblamientos del punto de vista y conversaciones en las que los personajes exponen la lejanía generacional que a la larga no podrán salvar, pero que de momento los mantiene juntos. De pronto, la tensión se apodera de un partido de ping-pong en el que la plenitud física se reparte los puntos con los golpes con efecto que sólo la madurez sabe conseguir.
Montauk apela sin florituras a un montaje que exhibe sus salientes, sus zonas menos tersas, las vaguedades de una memoria que se reconoce en vísperas del extravío. Si la percepción imprime manchas que más temprano que tarde se esfumarán, Frisch parió con esa urgencia el que quizás sea su libro más duradero. Estuvo ahí ese fin de semana: escribió para seguir estando.
Max Frisch, Montauk, traducción de Nicolás Gelormini, Pinka, 2022, 188 págs.
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