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Para muchos, la escritura de Joseph Roth es uno de esos tesoros que la literatura mantiene escondido bajo la manga para revelarla en un momento oportuno. No tan famoso como su gran amigo Stefan Zweig o su contemporáneo Thomas Mann, Roth suele ser más profundo que el primero y más entretenido que el último; lo suyo es una mezcla de observación aguda, emociones melancólicas, humor coruscante y desesperación sumamente práctica. Como judío que vivía en Europa central en los años de entreguerras, cuestiones existenciales se le hicieron cada vez más cotidianas, hasta su muerte autoinfligida con alcohol en París en 1939. Sin embargo, aunque un observador tan perceptivo como Roth era harto consciente de los horrores del presente y la probabilidad de que todo se volviera peor en el futuro (para confirmarlo, sólo hay que leer las páginas en Izquierda y derecha que retratan una marcha del movimiento nazi en ciernes), su gran tema era la tragedia de la guerra anterior y específicamente el colapso del Imperio Austrohúngaro. Roth, de manera bastante debatible, veía a ese imperio de tantas distintas naciones y culturas como una especie de idilio cosmopolita, un baluarte de tolerancia contra los nacionalismos rabiosos de las décadas del veinte y el treinta, y particularmente contra el antisemitismo tan enraizado en la cultura europea.
Sin embargo, el escritor que más viene a la mente cuando se lee a Roth no es europeo: es el norteamericano F. Scott Fitzgerald. Por supuesto, está la coincidencia burda del alcoholismo compartido (¿es tan burda?; el alcoholismo puede ser un tema harto literario en las manos indicadas, como Roth mismo lo demuestra en otro volumen próximo de esta nueva serie de Godot: La leyenda del Santo Bebedor), pero más que nada se trata de dos escritores que supieron retratar una sociedad, un mundo que parecía destinado a un auge eterno y viajaba hacia el declive irremediable. Los dos lo hicieron con la genialidad superlativa de los grandes escritores, pero también con la urgencia, el savoir faire y la productividad de los periodistas trabajadores, y con una suerte de ateísmo cuando se trataba de asuntos del corazón; ninguno de los dos fue un buen amante o marido, y eso se revela en la fisonomía de sus personajes femeninos.
Izquierda y derecha (cuya ilustración de tapa en esta edición es curiosamente ajena al texto), originalmente publicado en 1929, es un ejemplo excelente de las cualidades fitzgeraldianas de Roth. Presenta la historia de dos hermanos, hijos de un señor de clase media a quien le sonríe la Dama Fortuna, tanto que gana la lotería y es admitido en las filas de la aristocracia. La novela es, en el fondo, una serie de retratos de triunfos y fracasos personales en Austria y Alemania antes y después de la Primera Guerra Mundial. No está dominada por su protagonista Paul, el hijo mayor ―aunque tiene algunos aspectos autobiográficos reveladores, no es uno de los mejores personajes de Roth―, ni por su hermano menor Theodor, una caricatura aguda de un nazi adolescente, sino por el extraordinario Nikolai Brandeis, una figura gatsbiana de la Europa oriental cuyos superpoderes facilitan buenos tratos con una falta absoluta de ego, un mal que el resto de los personajes del libro padecen sobremanera. También cabe mencionar a la madre de los hermanos, un personaje cómico a la altura de Jane Austen. Pero el verdadero placer de esta novela radica en la escritura misma (bien traducida por Daniela L. Campanelli), los retratos en miniatura y las líneas memorables que dejan al lector, hasta en una obra menor como esta, convencido de que está en presencia de un maestro.
Joseph Roth, Izquierda y derecha, traducción de Daniela L. Campanelli, Ediciones Godot, 2023, 200 págs.
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