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No hay dudas de que el tráfico con el sonido, sea producido por los recursos del cuerpo propio o por medio de artefactos, acompañó al Homo sapiens desde siempre. Tampoco existen dudas respecto de su participación en la evolución de quienes precedieron a nuestra especie. Se redobla el interés por este asunto cuando se nota que ciertas configuraciones de la organización de los sonidos se manifiestan no sólo en culturas temporal y espacialmente distantes, sino también en especies animales muy diferentes a la que pertenecemos. Tanto para nuestra especie como para otras, no se trata de organizaciones sonoras isomorfas alejadas de un papel en los vínculos sociales. Todo lo contrario, participan en la generación de esos vínculos –sean sexuales o asociativo-grupales– a partir de singulares estímulos afectivos. Sea para la integración (una pareja reproductiva) o la exclusión (la estabilidad de un conjunto poblacional), en muchas especies animales participan en esos fines de manera inmediata y, en la larga duración, como consecuencia de las selecciones que propician, en los procesos evolutivos.
Basta prestar atención a los modos de inclusión de la música en la vida de todos los días para notar que esa importancia en la filogenia no es desmerecida, por su impacto en la ontogenia del presente que, por otra parte, se potencia a nuestra vista y oído. La amalgama entre los recursos tecnológicos actuales y el acceso y consumo musical (no menos en la práctica de los más jóvenes) no deja de incrementarse. Esto último constituye quizá el impulso no manifiesto de Mito, ópera y vanguardia. La música en la obra de Lévi-Strauss. No es atrevida esta afirmación, pues el conjunto está dedicado al “carozo duro” en la obra de Lévi-Strauss, que concierne a su rechazo a las llamadas “vanguardias”, en especial la musical.
En su momento, la década del sesenta y los primeros años de la del setenta se vieron conmovidas por una oposición. Por un lado, aquellos que propugnaban una creación musical diversificada, cuyos principios no atendían a los más o menos estabilizados, dando lugar a una producción de audiencias restringidas de sectores de iniciados. Por el contrario, Lévi-Strauss propugnaba la vigencia de los “clásicos” (simplificamos) que habilitaron y habilitaban otros espacios para la música. Poco después, avanzados los ochenta, no pocos retomarían las ásperas críticas y elegirían otros caminos.
Esta divergencia no fue un mero debate de capillas –Nattiez lo deja bien claro–. Se trata de una cuestión de otro orden y, para más, fundamental: ¿acaso la relación de los actores sociales –cualesquiera de nosotros– frente a las producciones discursivas –de raíz estética o no– está disociada de nuestro cuerpo? La música es un locus classicus para patentizar ese asunto: somos presos de sensaciones curiosas de apetito de motilidad, de lejana familiaridad, que comprometen, a veces, las puntas de nuestros dedos a golpear en intervalos fijos sobre la mesa; otras veces también intentamos con torpeza un acompañamiento de la escucha. El cuerpo en esos casos parece “irse más allá”.
Alrededor de estas torpes experiencias se edificó este debate. Como suele ocurrir con los problemas serios, de principio, de fin, de dolor, de goce, interviene el cuerpo.
Jean-Jacques Nattiez, Mito, ópera y vanguardias. La música en la obra de Lévi-Strauss, Gourmet Musical, 2013, 224 págs.
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