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La voz del Cassavetes-director fue encontrando su espacio de a poco, hasta que se lo empezó a explotar al máximo y se lo transformó en objeto de culto. A principios de los años noventa del siglo XX, su legado quedó flotando entre las escuelas de cine, el paraíso sometido de Sundance y un pelotón de amateurs con equipamiento y ganas, a los que se encumbró y olvidó tan rápido que ni siquiera tuvimos tiempo para pensar un poco el horizonte de los beneficios instantáneos y los daños colaterales que habrían de provocar. Era la época en que se llamaba “independientes” a las películas de Miramax y los videoclubes amontonaban con arbitrariedad un puñado de directores excitados por las carencias, un poco aplastados por las circunstancias, que querían entrar a los grandes estudios pateando la puerta de servicio.
En todo caso, el legado de Cassavetes como director no es un modo de producción (mucho menos una oda a los recortes de presupuesto), sino una estética refinadísima y completa a la que se juzgó disponible como si se tratara de un manual de procedimientos olvidado en un set de filmación oscurecido por un cortocircuito repentino. Los verdaderos legados artísticos tocan sin dejarse ver, y por eso la influencia de Cassavetes se advierte, aún hoy, como un consuelo de blues en cineastas con los que, en principio, tiene nada o poco que ver (Spielberg y Scorsese, por poner dos ejemplos, más el primero que el segundo), y suena grosera y molesta como una fuga de ruido blanco entre sus imitadores sin talento (los rotosos, que no rotos, hermanos Safdie).
Como final causado de su propia filmografía como director, Love Streams (1984) fue para Cassavetes algo así como un lento rodeo por los temas de los que se mantuvo alejado durante mucho tiempo (habían pasado siete años desde Opening Night), quizás porque tuvo que soltarlos para que Columbia le financiara, en el medio, Gloria (1980). Basada (“inspirada” sería un término muchísimo más justo) en la obra de teatro homónima de Ted Allan, Love Streams, la película (la última de Cassavetes como director) es una especie de alargue hacia atrás en su propia filmografía; la reconstrucción de un vínculo con temas, personajes (en el cine de Cassavetes casi no hay diferencia entre escribir la palabra “personaje” o “actor” o “actriz”) y lugares que abarcan toda una vida y parecieran haber esperado el retorno de su creador para una última función.
“No siento mucho respeto por aquellos que reclaman la libertad sin desearla verdaderamente. Es difícil explicar lo que la independencia significa, pero para quienes la disfrutan, el cine es siempre un misterio, no una escapatoria”. La frase está recopilada en Cassavetes por Cassavetes (Anagrama, 2001), esa especie de autobiografía imaginaria compilada por Ray Carney en la que una vida trata de abrirse sólo para lograr el efecto desconcertante de parecer más hermética que nunca. Michael Ventura, que es crítico de cine pero, fundamentalmente, es un excelente escritor y un observador agudo, va, sin embargo, por un camino distinto al elegido por Carney, que dejaba hablar a Cassavetes como sobrepasado por cierto sentido de la honestidad intelectual condicionada por el honor cinéfilo. Allí donde Carney se corría al lugar de recolector de frases y oyente privilegiado, Ventura se transforma en un traductor que debe lidiar con la más impenetrable y amorfa de las lenguas: la imaginación de Cassavetes.
Entre el jueves 17 de mayo de 1983 y el jueves 11 de agosto de ese mismo año, Ventura llevó un registro minucioso y penetrante de la filmación de Love Streams, cuyo argumento es resumido en algún capítulo del libro (magníficamente traducido y editado por Entropía) como “pura sinceridad puesta en el lugar equivocado”. Cassavetes le había pedido que no escribiera un libro sobre cine sino sobre “la interacción que se produce entre la gente que hace una película”, lo que en la práctica equivalía a reflejar en la página la verosimilitud inestable que es la característica esencial de su cine y —ahora lo sabemos— también de su vida. Sucesivamente, Ventura va a definir la filmografía de Cassavetes, primero, como una estructura cuidadosamente definida, ejecutada con libertad pero sin ningún margen para la improvisación; como un arte de la inquietud que consiste, básicamente, en poner cara a cara a los personajes en habitaciones comunes y corrientes para ver qué ocurre entre ellos, después; y, por último, como el registro llevado por un chico ansioso sobre los intentos de gente que trata de llevar una vida normal y, por supuesto, fracasa.
Intercaladas por Ventura entre precisas descripciones del día a día de la filmación, aparecen entonces esas pequeñas cápsulas cargadas de espera que constituyen algunos de los pasajes críticos más lúcidos e inteligentes que se hayan escrito sobre el cine de Cassavetes, como si puesto a descifrar la estructura invisible de sus películas el autor no hubiera tenido otro recurso que actuar como un testigo mudo a la caza de materiales intermedios y fugaces. Si el cine de Cassavetes es un cine de gente “buscando secretos”, presenciar esa búsqueda (y escribirla después) se vuelve una forma evolucionada de lo incógnito, un arte del pasar desapercibido pero sin perder detalle, todo llevado hasta un extraño límite de la discreción. Para acercarse a unos personajes que no saben que han sido elegidos como destinatarios de esa mirada, sólo queda desconfiar de todo lo que se dice en el set y tratar las interrupciones como lo más importante del mundo. Un arte al acecho, una estrategia del aparecer durante la pausa y el intervalo.
Ventura acude al set de Love Streams buscando ese aire de familia ambulante que venía adherido como una estampilla mítica al cine de Cassavetes, y en parte lo encuentra, es claro. Pero al descubrirlo se vuelve imperiosa la descripción de un submundo sentimental en el que la realidad y la ficción se reorientan permanentemente al rozarse, y en el que las violencias y las alegrías personales se verbalizan o se actúan para crear, entre todos los involucrados, un mundo más centrado (y, por lo tanto, azaroso) que aquel del que provienen. Ese anclaje no tiene nada que ver con el hecho de que los muchos niveles de la locura (o de las “emociones cerca de la superficie”, como las define la atormentada Myrtle, el personaje de Gena Rowlands en Opening Night) sean uno de los temas fundamentales de Cassavetes. Se trata, en realidad, de proponer un punto de apoyo en un tiempo y lugar específicos en la vida interior de las personas. Sus películas “evolucionan a partir de las actuaciones”, escribe Ventura, y sólo el trabajo de montaje con el material en bruto las hace parecer algo distinto de lo que realmente son: intuiciones de una verdad que lo manifiesto tapa.
El otro mito cassavetiano, el de la “improvisación” como eje, queda sepultado cuando Ventura accede a la transformación de cuatro mil metros de celuloide en una escena de apenas siete minutos de duración en la que los personajes ni siquiera se hablan entre sí. Los permanentes intentos de Cassavetes por remitir su destreza técnica a cualquier cosa ajena a su talento quedan reducidos a nada cuando Ventura observa la firmeza con que controla todos los flancos del rodaje y la puesta en escena. Si la intuición es la regla, una extraña calidez es el método; un tipo de dirección en el que los actores, muchas veces, terminan haciendo cosas que no quieren hacer, pero sin saber, tampoco, lo que es un condicionamiento por la tiranía a la Stanley Kubrick, guiados como están por una mano a la que sólo le importa lo que sienten. Esa mano puede ser terriblemente firme pero nunca cruel. En una escena clave de Love Streams en la que Cassavetes logra hacer llorar a un niño para lograr de él una actuación convincente, una vez apagadas las cámaras escuchamos (leemos) que le dice: “Te la hice tan difícil porque no sabía bien hasta dónde eras capaz de llegar. Tuve que tomar una decisión. No podía dejar que la tomaras vos. Ahora somos dos actores. Cuando tengas un problema, me podés consultar. Cuando yo tenga un problema, lo puedo charlar con vos”. Una especie de inversión del llamado “método”: la ficción para reemplazar a la vida.
Cassavetes ya estaba muy enfermo cuando comenzó el rodaje de Love Streams, pero Ventura recalca cada vez que puede que, al entrar al set, parecía rejuvenecer y recuperar un estado de salud previo. A pesar de las tensiones y los encontronazos con sus actores y el equipo técnico (que los hay, y muchos), el libro deja siempre en claro que todo lo que Cassavetes tenía de salvaje e indómito obedecía a una regla de potencia poética recolectada a lo largo de una vida vivida a pleno. Incluso cuando bromea (“lo único peor de una fiesta a la que no va nadie es una fiesta a la que van todos”) sus palabras están siempre rematadas por una puntuación oscura. Love Streams, que luce soleada y ligeramente abierta al principio, se va poniendo lúgubre y claustrofílica de a poco, hacia el final, como si el propio Cassavetes ya no pudiera ocultar cierto estado de ánimo del que Ventura —y, por supuesto, su esposa Gena Rowlands— tienen una conciencia apacible e inquieta a la vez.
Al volverse, por momentos, retrato de ese matrimonio, el libro de Ventura parece una descripción minuciosa de cómo dos personas pueden llegar a coincidir con un lugar a punto tal de convertirlo en un sitio por encima de las reglas que rigen el resto del universo. Love Streams se filmó en el domicilio de los Cassavetes (allí también se filmaron escenas de Faces, Opening Night y Minnie and Moskowitz, pero Love Streams transcurre casi enteramente en esa locación) y eso contagia a toda la película una atmósfera decididamente alejada de cualquier aire de vulgaridad gris configurada por el diseño de producción. Volver a ver la película conociendo ese detalle despierta una nueva atracción por los secretos ya no de los personajes sino, también, de las cosas que los rodean. En las pausas entre tomas, mientras los técnicos reacomodan las luces o modulan la puesta de cámaras, John Cassavetes y Gena Rowlands le muestran a Michael Ventura una intimidad hecha de música y fotografías personales, de sobrenombres y pequeños entendidos alineados con otro orden de la vida, que les pertenece únicamente a ellos pero que puede, también, verse y sonar tan natural como el de los personajes a los que les están poniendo el cuerpo. Los materiales están tan fatigados como los intérpretes, y eso hace que en Love Streams la velocidad invernal del cine de Cassavetes, donde las cosas ocurren muy lentamente pero con inexorabilidad, se vuelva más autoconsciente que nunca.
“La manera en la que Gena pronuncia la palabra amor me va a hacer recordar que casi todas las películas de John Cassavetes giran en torno a lo mismo: almas que deben, casi bajo amenaza de muerte, descifrar esa palabra desconcertante”, piensa (escribe) Michael Ventura. Poco antes, el mismo Cassavetes le había confesado que era monomaníaco: “lo único que me interesa es el amor y su ausencia, cuando se detiene. El dolor que sobreviene cuando nos quitan cosas que son fundamentales”. El amor es un torrente continuo; no se detiene. Michael Ventura logra atrapar, por un instante fugaz pero para siempre, la esencia de esa afirmación. Puesto en el lugar de improvisado documentalista, una tarde encuentra en la sala de montaje un fragmento perdido de celuloide tomado durante una de las pausas entre escenas de Love Streams. John y Gena sentados en un bar, ella apoyada en el regazo de él. Gena lo escucha, los dos fuman. Ventura nunca pudo encontrar el registro sonoro de esa escena. Queda para nosotros, nos dice, imaginar lo que se estarían diciendo.
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