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Hace veinte años J.M. Coetzee escribió Elizabeth Costello, una gran novela en la que la protagonista, una escritora australiana ya entrada en años, daba ocho conferencias (ocho capítulos) alrededor del mundo en las que mezclaba literatura con temas universales (el mal, el sexo, la humanidad y los animales). Elizabeth Finch, la novela más reciente de Julian Barnes, también lleva un nombre propio en el título —factor casualidad o no: mismo primer nombre— y tiene una protagonista ya entrada en años, más profesora que escritora, que en sus clases mezcla literatura con temas universales. Una diferencia considerable: Coetzee narra en tercera, mientras que Barnes narra en primera, a través de un narrador, Neil, que conoció y evoca a su maestra con fascinación. No es Finch, es el recuerdo de Neil sobre Finch. Ahora, al contrario de lo que suele suceder en las novelas de Barnes, contar un personaje a través de otro poco fiable en este caso limita, porque permite que el narrador se aleje de lo que importa: Finch. A Costello la vemos —y la escuchamos— todo el tiempo, a Finch no; y cuando no tiene su eco, la novela pierde potencia.
La trama es simple: Neil, un tipo de mediana edad, recuerda a la profesora que le cambió la manera de pensar cuando la tuvo, ya en sus treinta, en Civilización y Cultura. Recuerda su manera de ser, sus enseñanzas (algunas las repetirá como mantra a lo largo de la novela), en fin, su singularidad (una estoica romántica, según sus palabras). ¿Por qué la recuerda? Porque se entera de su muerte. No sólo de su muerte, sino de que le legó sus cuadernos y su biblioteca. Entre los papeles de Finch —y también en el acto de dejárselos—, Neil ve, siempre según su interpretación, un legado mayor: el mandato de escribir la historia de Juliano, el último emperador pagano de Roma. Neil cree que complacer a los muertos, a diferencia de honrarlos, los devuelve a la vida, y encuentra su manera de revivir a Finch.
No es la primera vez que Julian Barnes utiliza este mecanismo narrativo; de hecho, en El sentido de un final (2011), una de sus mejores novelas, también había una muerte y papeles legados que activan en Tony, el narrador, el recuerdo —un acto de la imaginación—, es decir, la historia particular. Es más, por mecanismo y temática, Elizabeth Finch puede leerse como una confirmación de El sentido de un final: lo que uno acaba recordando no siempre es lo mismo que se presenció. Otra forma de decir lo que ya dijo Wittgenstein (el postulado filosófico de la obra de Barnes): nada es tan difícil como no engañarse. Pero ahí, a diferencia de lo que sucede en su nueva novela, la historia no se veía interrumpida, estaba siempre en el centro. Algo que ya desde la estructura —el segundo capítulo completo es el trabajo ensayístico de Neil sobre Juliano— sucede en Elizabeth Finch. Y es en esa oscilación de lo íntimo a lo formal, de las reflexiones personales a las notas de lectura sobre Juliano, donde la novela se vuelve farragosa.
Está claro que Barnes es un grandísimo escritor de la intimidad; se luce cuando explora los repliegues de lo íntimo (lo inabarcable, lo incierto), algo que en Elizabeth Finch está sobre todo en el comienzo —el primer capítulo es el más potente por estar centrado en Finch— y es retomado en el final. En el medio, la Historia —con mayúscula— y el qué hubiese pasado si (el cristianismo no hubiera vencido, el mundo no se hubiera torcido) lo aleja de esa intimidad. Quiero decir, la Historia siempre fue una obsesión de Barnes, que supo usarla con maestría a su favor (vayan El loro de Flaubert o Inglaterra, Inglaterra como grandes ejemplos), pero en esta ocasión la Historia, en lugar de dar curso a la narración, la entorpece, como si el Barnes historiador actuara en detrimento del narrador. “¿Por qué deberíamos esperar que nuestra memoria colectiva —lo que llamamos historia— fuese algo menos falible que nuestra memoria personal?”, se pregunta Neil. Tiene razón, el problema es lo que le sigue a esa conclusión, que el foco esté en la memoria colectiva (Juliano y sus aristas) y no en la personal (Finch y sus aristas).
Elizabeth Finch es, principalmente, una novela sobre interpretar la historia, la universal y la particular, como pasaba en El sentido de un final, sólo que ahí pesaba más la historia particular y acá pesa más la universal. “Interpretar mal la propia historia forma parte de ser una nación”, decía Finch citando a un historiador francés. Luego Neil la reformula y dice que interpretar mal la propia historia forma parte de ser una religión, de ser una familia, de ser una persona. En otras palabras, para creer en lo que nos representa (nación, religión, familia, persona) debemos engañarnos a nosotros mismos. Ya lo dijo Tony en El sentido de un final: “La Historia son las mentiras de los vencedores, pero también las mentiras con que se engañan a sí mismos los vencidos”. Y la memoria, como la Historia, no es lineal; es una construcción cambiante, una versión que adaptamos a aquello en lo que nos vamos convirtiendo.
Julian Barnes, Elizabeth Finch, traducción de Inga Pellisa, Anagrama, 2023, 200 págs.
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