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La revelación más sobresaliente de mi lectura del teatro completo de Chéjov no vino del libro mismo, sino de la reseña de una colega que leí cuando estaba ponderando qué se podría decir de Chéjov que no se hubiese dicho antes. No es sólo que desde hace décadas (un siglo) hay clases y carreras dedicadas al gran escritor ruso: hay departamentos universitarios enteros. El primer párrafo de esa reseña termina, después de mencionar una producción local de algo parecido a Tío Vanya, así: “No cabe duda de que la potencia del teatro de Chéjov ha calado hondo en la escena nacional”. He aquí, pensé, una síntesis del ensimismamiento cultural (también político y económico) que tanto daño hace a este querido país. Pero tampoco es un pensamiento muy original —es una pena que todavía nos ocurra con tanta frecuencia—.
Ensimismamiento es, de hecho, una palabra bien apropiada cuando se trata de Chéjov; si de algo pecan sus personajes teatrales más exitosos, es de eso, con dosis generosas de negacionismo y complacencia. El teatro de Chéjov suele ser un retrato de personas, familias y sistemas más precarios de lo que parecen, sujetos a los vendavales de cambio (o del corazón). Sucumben efectivamente en cuatro actos o más.
Unas reflexiones más que surgieron de la lectura de esta edición, la sexta, de un tomo que cualquiera con un mínimo interés por la literatura universal debería tener en su biblioteca (para lecturas más inteligentes y profundas, se puede recurrir a los departamentos universitarios mencionados arriba): el diseño es un poco confuso; el texto ocupa todo el espacio posible de la página, como es de esperar considerando el precio de papel (en la Argentina, por lo menos), pero la tipografía es muy grande. El efecto resultante es que parece que los personajes estuvieran gritando sus líneas. Y es de esperar que la séptima edición elimine todos los errores de ortografía de una vez por todas. La traducción, de 1950 en su mayoría, con la adición de unas más contemporáneas que traen una grata energía a las obras breves al final del libro, afirma que las casonas rurales rusas estaban equipadas con canchas de críquet, una noción por lo demás intrigante, pero sospecho que habrá querido decir cróquet.
Si uno tiene un enemigo lector, bien podría recomendarle la lectura de Platónov, una obra de juventud interminable. Aunque sí es interesante ver cómo los temas reaparecen de manera mucho más refinada en las grandes obras. Según Chéjov, los aristócratas rusos eran pésimos emprendedores, aunque también hay que admitir en defensa de estos líderes de una sociedad recientemente emancipada que era mucho más fácil hacer rendir las tierras cuando no había que pagar a los trabajadores. Probablemente es una lectura impuesta con una mirada retrospectiva, pero es imposible no ver en estas obras los presagios de las rupturas violentas que vendrían en el siglo XX: el golpe del sereno, los hachazos a los cerezos, los incendios, las tormentas…
Una de las muchas calidades de Chéjov como dramaturgo es el margen que da a los actores para interpretar sus líneas; es algo que comparte con Shakespeare, cuya presencia como modelo, guiño y espíritu rector es notable en toda la obra de una manera que este pobre lector no había captado antes. El escritor de viñetas cómicas de la vida rural de los principios de la carrera literaria parece haber vuelto en los últimos años del dramaturgo, con resultados mezclados, aunque está bien pensar en el gran escritor que termina con risas su vida trágicamente corta.
Antón Chéjov, Teatro completo, traducción de Galina Tolmacheva, Mario Kaplún y Federico Höller, Adriana Hidalgo, 2023, 790 págs.
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