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El paisaje moribundo del Estado de Bienestar tuvo poco espacio en el cine norteamericano de los años ochenta del siglo XX, condicionado como quedó entre la “Era de los Agentes” —cada vez más orientados a engrosar los salarios de las megaestrellas que, a partir de ese momento, pasarían prácticamente a dirigir la industria— y las necesidades de unas “Reaganomics” en combustión que necesitaban algunas palancas estéticas para completar una ecuación macro que no cerraba sin su polo cultural. El primer factor se prolonga, incluso, en este siglo XXI en el que el cine no existe más. Si aún se lo extraña (resorte que lleva, de vez en cuando, a pagar alguna entrada), es porque el star system forjado en esa época todavía se asoma, añejado, en algunos fogonazos esporádicos de grandeza. Para captar el segundo, hay que aprender a mirar más allá de la niebla de neón y las cortinas flúo detrás de las cuales se escondieron algunos caramelos ácidos que hoy, cuarenta años después, queman el paladar más y mejor.
En 1983, Tom Cruise tenía veintiún años y filmaba casi simultáneamente dos películas que hoy funcionan como gemelas radioactivas. Pasaron, en su momento, como salpicaduras extrañas de la tendencia teen que dio joyitas extraordinarias como Breakfast Club (1985), Some Kind of Wonderful (1987) y Ferris Bueller’s Day Off (1986), pero son, en realidad, objetos más difíciles de aprehender. En All The Right Moves, Cruise interpreta a un estudiante de colegio secundario que necesita integrar un equipo de fútbol americano para tener chances de ingresar a la universidad. Su padre y su hermano se desloman en una metalúrgica agonizante para que él pueda dedicarse a jugar y encontrar ese pasadizo de salida de un pueblo que, se adivina en el aire herrumbroso, desaparece si la fábrica cierra. Esa amenaza, que empapa a los personajes como la lluvia casi omnipresente a lo largo de toda la película, es precisamente la que, en la vida real, va a certificar la política económica de Reagan. Como un borrador tardío de lo que Hollywood ya no podía permitirse ser, All The Right Moves insinúa un drama seudoproletario con final feliz, algo así como el reflejo coming of age de Blue Collar (1978) de Paul Schrader, pero sin su carga traumática y sin su culposa conciencia de clase.
Negocios riesgosos —que, como se dijo, Cruise filma ese mismo año, quedándose con un papel al que aspiraron Sean Penn, Kevin Bacon, John Cusack y Tom Hanks— ya es otra cosa, aunque despegue a partir de idéntica premisa. Joel Goodsen (Cruise) quiere (otra vez) ir a la universidad —esa panacea norteamericana, equivalente del phármakon platónico— y para eso tiene que conseguir un pase académico que lo dé por valioso ante el exclusivo sistema educativo. La diferencia con su personaje anterior es que aquí Cruise viene de una familia más o menos acomodada y no juega ningún deporte que no sea mental. En lugar de embarrarse en una cancha de fútbol, Joel asiste a un seminario de negocios para “empresarios del futuro”, en el que se desvela por patentar algún aparato o martingala que lo transforme en millonario. Su emocionalidad proto-yuppie es lo que justifica ahora el coming of age, que incluye la calentura sexual, por supuesto, pero esconde, sobre todo, un aprendizaje para el desprendimiento del alma.
El suceso de taquilla de algunas de aquellas películas teen puede entenderse en su carácter de desafíos blandos al puritanismo neoconservador de la era Reagan. Si hubo una picaresca norteamericana, pasó, sin duda alguna, por esos colegios donde manadas de adolescentes en ebullición hormonal corrían detrás de cualquier culo o par de tetas que circulara cerca de su línea de flotación. Negocios riesgosos comienza así, pero el modo de satisfacer las pulsiones que traza en su primera media hora es bien disímil del de, por ejemplo, Porky’s (1981). El fatalismo de Paul Brickman (que dirigió apenas tres filmes en estos cuarenta años) es tan sutil que la película pasa de ser una comedia de situaciones forzosas empujadas por la libido a un policial neo-noir fotoquímico que incomoda las expectativas y habitúa al espectador a cierto dolor emocional en los vertiginosos sesenta minutos siguientes. Entre otras cosas, Negocios riesgosos es una fina e implacable máquina narrativa.
Se menciona lo que Barthes llamaba el “drama de la duración”, porque la película de Brickman es tan clásica como Casablanca (1942) en su forma, pero el espíritu de su época —hecho de aceleración e inmediatez— se imprime en su atmósfera como sobre papel sensible. La noche de calentura que lleva a Joel a contactarse con una call girl de semilujo es el pasaje al mundo de los negocios que estaba buscando, pero codificado como un violento sabotaje de su propia naturaleza humana. Eso es precisamente lo que los programas académicos de la época enseñaban en las universidades a las que Joel quiere asistir (quien realmente los leyó sabe que casi no hay diferencias entre Friedrich Hayek y Robert Heinlein, en la medida en que ambos escriben ciencia ficción distópica y parafascista), sólo que aquí la escalada financiera está aceitada por los jugos corporales y luce poseída por variaciones plásticas incontrolables.
La escena en la que Lana, interpretada por Rebecca Demornay, aparece por primera vez en pantalla, es una fantasmagoría demoníaca. Para entender cómo el cine de los ochenta se perdió semejante actriz (algo parecido ocurrió con Diane Lane), hay que imaginársela suplantando a la gélida e incompetente Nastassja Kinski en la reversión de Cat People que filmó Paul Schrader en 1982, otra fantasía sexual inclinada hacia el horror lúbrico a la que, suponemos, accedió únicamente por el mérito de ser hija de Klaus y poseer semejante par de ojos de pantera en celo, y no necesariamente en ese orden. Demornay tiene cara y (también) ojos de gata —los ponemos por separado porque, en su caso, los ojos son cosa aparte— y la belleza abstracta de una planta carnívora. Es la gran femme fatale de una época pródiga en ellas, casi al mismo nivel de la Matty (Kathleen Turner) de Body Heat (1981) que deja suelta Lawrence Kasdan.
De Lana sale, precisamente, la invitación para que Joel se convierta e ingrese a la nueva jungla, la del dinero rápido y desmaterializado que requiere, para ser hecho, de instinto felino y destreza psicótica, y en la que los perdedores no tienen lugar. Lana actúa como una broker hambrienta y picante. Compra y vende servicios “esenciales” (satisface la más primitiva de las necesidades humanas) con la misma expresión de esfinge futura. Lo que la destaca es su capacidad adaptativa, propia de una especie amenazada en mutación permanente. Es un parásito instalado bajo la piel de la nueva economía neoliberal. Cuando convence a Joel de instalar un burdel en la casa de sus padres para pagar algunas deudas generadas por su propia calentura, está activando la pasión secreta de la década, sólo comunicable por el pathos de la puesta en escena: el paraíso sintético de la música de Tangerine Dream y los planos segmentados por Brickman, ahumados en los exteriores y deliberadamente ensombrecidos en los interiores. Una espeluznante alucinación erótico-financiera de la que Lana es artífice, gerente y liquidadora.
“Ahora el dinero es poesía”, le decía Jason Robards a Michael J. Fox en la poco vista Bright Lights, Big City en 1988, dirigida por el casi olvidado James Bridges y basada en la novela homónima de Jay McInerney, junto con Brett Easton Ellis el gran retratista de su tiempo. Cruise había rechazado el papel que recogió Fox porque, entre otras cosas, tenía que representar a un personaje que se pasa buena parte del metraje aspirando cocaína, mientras trabaja como editor en una revista y aspira a ser escritor aunque se encuentre totalmente bloqueado porque su mujer lo ha abandonado y se ha llevado con ella buena parte de su vida. Robards es un cronista satírico, veterano (sobreviviente) de la época de Fitzgerald y Faulkner, que le sugiere seguir una maestría en negocios no para transformarse en un CEO sino para estudiar la lógica del dinero y poder escribir sobre él. En los neoliberales años ochenta del siglo XX el dinero es la nueva poesía y Negocios riesgosos detecta nítidamente su estructura dramática, hecha de música etérea, fotografía de cenizas y actuaciones que son, por momentos, todo lo bressonianas que Hollywood podía permitirse en esa época en que la empatía baja a cero grados y el mercado penaliza la solidaridad entre los agentes sociales.
¿Bresson? ¿No será demasiado? Vean la penúltima escena de Negocios riesgosos. Joel y Lana hacen el amor por última vez en un tren semidesierto. Es un deseo de ella, injustificado y coherente a partes iguales en un personaje hermético y fascinante como una caja negra orgánica. Se desvisten casi mecánicamente, depredadores que han aprendido las reglas de la nueva jungla y ahora, para culminar el ciclo de supervivencia, necesitan descargarse. Lo hacen frente a la atenta mirada de un “caído” del sistema, ese espejo en el que quien se mira, pierde. Suena “In the Air Tonight” de Phil Collins, el himno atmósferico de la década que también cruzó de punta a punta Miami Vice (la serie), otro espectáculo de excitación, otro festín visual de aquel tiempo que, a su manera, estaba hablando exactamente de lo mismo. Sólo falta que Joel diga “Tanto camino para llegar hasta ti”. Esa escena cuenta un montón de cosas, principalmente que los peces grandes se comen a los chicos y que ese horror se repite cuando el pez grande revienta porque ya está lleno y no puede engullir nada más. Lana es la parte oscura y no controlada de ese sistema de retroalimentación; Joel está aprendiendo a usarlo en su provecho. Si creen que el apellido “Bresson” le queda grande a Negocios riesgosos, busquen en YouTube el final original que Paul Brickman tenía pensado y que los productores le obligaron a cambiar. Y después, sí, imaginen a Joel como salido de Pickpocket (1959). Tanto camino para llegar hasta vos. Hace cuarenta años el sexo se pagaba con bonos de la deuda de Estados Unidos y el reverso siniestro del American way of life también era un asunto de emprendedores.
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