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Durante una estadía en Japón, a Werner Herzog le propusieron conocer al emperador del país. Siempre según su fabulación autobiográfica, erigida a la par de su obra fílmica, el director de Nosferatu se negó de plano: ¿qué tenía él para decirle a un emperador? Preguntó, en cambio, si podía entrevistar a Hiroo Onoda, el famoso oficial de inteligencia que pasó treinta años en una isla del Pacífico sin enterarse, o negándose a hacerlo, de que la Segunda Guerra Mundial había terminado.
Resulta casi lógico el interés de Herzog por departir con un aturdido hiperfuncional como Onoda. En las películas del nacido en Baviera sobran los personajes obsesionados hasta el desquicio por alcanzar sus iluminaciones. Con matices japoneses, con un primordial sentido del honor, el patriotismo y la obediencia, Onoda es un Fitzcarraldo, un Aguirre. Hasta la humedad y la espesura —en este caso, las de Lúbang, parte norte del gran archipiélago filipino— lo hermanan con las criaturas alucinadas de Herzog, y con Herzog mismo.
De estructura arquetípica, que propicia en sus escenas iniciales el largo flashback que dará cuenta del conjunto de la anécdota, El crepúsculo del mundo novela el derrotero de Onoda a lo largo de tres décadas, los compañeros que fue perdiendo en el camino, su facilidad para fundir indicios de otras guerras —la de Corea, la de Vietnam— con la que se le encomendó librar, su batalla contra el deterioro y la escasez de los materiales. No faltan refriegas con autoridades filipinas, tampoco la muerte aguzada por el malentendido. Onoda lucha porque así le fue ordenado. Su guerra es abstracta, un evento aterido entre dimensiones, una riña contra el tiempo que la selva elonga. A Herzog no se le escurre ese detalle —que el infierno verde, el mismo con el que él hizo cine tantas veces, sea el escenario no es casual— y todos sus esfuerzos apuntan a narrar una selva nueva, limpia de temporalidad: “La brisa sopla a través de la selva. Hilos de telarañas pasan volando delicadamente y, con ellos, se esfuman los meses, que no tienen nada a lo que agarrarse, ni una rama temblorosa, ni una gota de lluvia”.
No parecen maniobras de un escritor menor, aunque nadie que haya leído Conquista de lo inútil y Del caminar sobre hielo debería sorprenderse. Con su megalomanía de intrépido profesional, Herzog siempre anheló la sustancia profunda e invencible que la naturaleza —botánica, animal, humana— se resiste a entregar, por más que cada tanto se deje ver fuera de la superficie, en el exterior compartido con quienes nunca podremos entenderla ni mucho menos dominarla.
Werner Herzog, El crepúsculo del mundo, traducción de Marina Bornas, Blackie Books, 2023, 184 págs.
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