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Reticente a hablar de su propia obra, Philip Larkin consideraba sus poemas lo suficientemente transparentes como para volver superfluo cualquier comentario sobre ellos. En buena medida habían sido escritos contrariando toda posibilidad de glosa y antes que nada con el propósito de preservar del olvido la fugacidad de una experiencia concreta. Porque si bien en sus comienzos Larkin había seguido la estela de D.H. Lawrence, de Auden, y sobre todo la música de Yeats, pronto encontró en Thomas Hardy una voz cercana. En un escrito sobre el poeta y novelista victoriano dijo: “No es un escritor trascendental, no es un Yeats, no es un Eliot; sus temas son las personas, la vida de las personas, el tiempo y su discurrir, el amor y cómo se desvanece”. Palabras que sin duda apuntan en ambas direcciones y en las que se reconoce un mismo temperamento, una misma afinidad.
Esta inclinación a la modestia fue uno de los blasones de Larkin, quien hizo de la austeridad y el desapego un canto en tono menor a la nadería de la existencia. Dice en “Los lugares, los amados”: “No, nunca he encontrado / un lugar del que pudiera decir: / esta es mi tierra, / aquí debería quedarme; / ni he conocido a esa persona especial / con inmediato derecho / a todo lo que tengo, / hasta mi nombre”. A menudo, el hablante de sus poemas dispone los elementos de una escena como el arreglo de un ramo de flores mustias: no es el fulgor de los acontecimientos de una vida, ni la pintura de una naturaleza muerta aquello que el poeta persigue, sino el irremediable paso del tiempo. Tampoco es algo que busque, más bien sucede, y la tarea del poeta consiste en alumbrar el tedio de la vida cotidiana sin intención de redimirla. Un poema como “Que pase el siguiente” postula: “Siempre demasiado impacientes por el futuro, / adquirimos la mala costumbre de las expectativas. / Hay algo acercándose siempre; todos los días / decimos Hasta pronto”.
Larkin es un poeta desapasionado, una y otra vez insiste en las promesas incumplidas, en el fracaso de los sueños de antaño. Sin embargo, no es la infancia la patria del poeta, ni la remembranza el centro de su oficio: “La dureza y el resplandor, la simple / soledad trascendente de esa vasta mirada // son un recordatorio del dolor y la fuerza / de ser joven; que no pueden volver, aunque siga intacto para otros en algún lugar” (“Pasos tristes”).
Menos melancólico que desencantado, da la impresión de que hay poco que uno pueda hacer respecto del “recital incesante de la realidad”. La naturaleza de las cosas es inalterable, habitamos en la ignorancia y solo queda aguardar la muerte; tal el lapidario credo del profano Larkin. “La privación es para mí —declaró— lo que los narcisos eran para Wordsworth”. Y pese a la grisura de su mundo, en ocasiones deja asomar un pálido destello entre opacos nubarrones. Un movimiento puede leerse en “Aquí”, donde la “existencia sin cercos” de la vasta extensión del mar contrasta con la vida encajonada y sin alma de la ciudad. O, con otra tónica, en “Los árboles”, en donde el anuncio de la primavera en la caída de las hojas habla del cíclico renacer: “Murió un año, parece que dijeran / comienza otra vez, comienza otra vez”.
La descripción de un cartel publicitario, la visita a una iglesia o un atardecer de verano pueden ceñir el tránsito por la soledad, la vejez y la muerte y, no pocas veces, dar forma a una privacidad inquebrantable, donde el afuera ingresa por lo general detrás de un cristal: “más que en palabras, pienso en ventanas altas: / el vidrio que contiene al sol / y más allá, el profundo azul del aire, que no muestra / nada, que está en ninguna parte y no tiene fin” (“Ventanas altas”). De poemas así —que trasuntan una conformidad no exenta de ironía— uno no sale renovado, sino perplejo, añorando otra vida, la posibilidad de no haber perseverado en el error.
Decepciones reúne poemas de sus cuatro libros —El barco del norte (1945), Los menos engañados (1955), Las bodas de pentecostés (1965) y Ventanas altas (1974)— y otros publicados en revistas literarias, así como una entrevista de The Paris Review y un ensayo iluminador del poeta Seamus Heaney. Aunque uno puede reprochar —fatalidad de toda antología— la elección de algún poema en detrimento de otro ausente, o criticar la resolución de tal o cual encabalgamiento, los aciertos son mayoría y la muestra, más que generosa de la claridad y perfección formal de Larkin, cuyos poemas —siguiendo a Mark Strand— son como las habitaciones de las pinturas de Hopper: tristes refugios del deseo.
Philip Larkin, Decepciones, selección y traducción de Bruno Cuneo, Cristóbal Joannon y Enrique Winter, entrevista de Robert Philips, epílogo de Seamus Heaney, Ediciones UDP, 2022, 208 págs.
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