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A veces, lo que une a un cineasta con sus espectadores no es la película, sino las películas que los preceden, las afinidades electivas, el gusto por un cierto tipo de cine. En el año 2013, en una suerte de manifiesto publicado en la revista Las Naves, el argentino Rodrigo Moreno declaraba: “Quiero hacer películas para dialogar con las películas que me gustan y con las que no me gustan”. Lo que hasta entonces podía ser un mero propósito, una declaración de principios, diez años después constituye un programa cinematográfico. El último largometraje de Moreno, Los delincuentes (2023), está minado de obras ajenas que entablan diálogos in absentia. Una de las más citadas, a causa de cierta similitud argumental, es el clásico del cine nacional Apenas un delincuente (1949), de Hugo Fregonese. Manuel Quaranta sostiene que “Los delincuentes comienza como una típica película argentina de oficinistas alienados con ganas de dar un salto hacia la vida. Ninguna en particular, y todas a la vez”; y Roger Koza, en una colaboración con los cuadernillos de la plataforma MUBI, destaca especialmente L’argent (1983), de Robert Bresson, una de cuyas escenas Moreno reproduce en su propio film. Para Koza, el gesto ni siquiera “es una cita, ni un tributo; es un préstamo sin devolución, o un modo legítimo de apropiación”. Para los cinéfilos es un guiño cabal, pero no es el único, ni mucho menos el más sutil. También son casos de apropiación bressoniana todos aquellos fotogramas donde aparecen manos que toman o entregan o cuentan billetes, y las puertas enrejadas que se cierran detrás de Morán (Daniel Elías), primero, en el tesoro del banco, y más tarde, en la cárcel. Si ahondáramos en la vertiente francesa, podríamos incluso hallar reminiscencias de un Claude Chabrol en el uso enfático de la Sonata para oboe y piano de Poulenc —que nos recuerda que este también, a su modo, es un film de crímenes y adulterio— y el influjo de un Jean Renoir en la secuencia campestre filmada en Alpa Corral, en la provincia de Córdoba, donde la Fantasía para solo de harpa de Camille Saint-Saëns nos reenvía al mítico Une partie de campagne (1936), donde la representación cinematográfica del éxtasis, en palabras del documentalista y crítico cahierista Jean-Louis Comolli, aparece como “una conmoción (una sacudida) del mundo en resonancia con el sujeto extático, una conjunción entre elementos naturales, formas del paisaje, luces y sentimientos”. Apropiaciones que, si fueran esporádicas, tenderían al homenaje y al reconocimiento de una ascendencia, empleadas sistemáticamente, en cambio, hablan de una voluntad formal que se justifica menos por el gusto que por la necesidad. El robo no sólo es el disparador argumental de la película de Rodrigo Moreno; es su marca de estilo. El cineasta replica en la forma lo que su personaje, Morán, ejecuta en el fondo (robar para ser descubierto, para ser castigado incluso), los dos imbuidos de un mismo propósito: conquistar, finalmente, la verdadera libertad. La apropiación es, a esta altura de la obra de Rodrigo Moreno, atributo de una poética/política cinematográfica.
Otro de esos atributos es el reciclaje. Ver una nueva película de Rodrigo Moreno es reencontrarse con hoteles de mala muerte, cafetines pringosos y departamentos anacrónicos vistos en otra película de Rodrigo Moreno. La homología de escenarios y de climas —monótonos y opresivos, dos rasgos sin los cuales no serían posibles ni lo insólito ni lo maravilloso— entre El custodio (2006), Un mundo misterioso (2011) y Los delincuentes (2023) hace olvidar que cada uno de esos proyectos corresponde ya no a una década distinta sino a un país diferente. También hay un eterno retorno de personajes y situaciones. El juego de palabras con que se mata el tiempo en una fiesta en Un mundo misterioso es una variante del que ensayan los personajes de Los delincuentes en Alpa Corral mientras esperan a que amaine la lluvia. El Boris y el mecánico de aquel film son (más jóvenes) el Román y el Garrincha de este último; no porque uno y otro sean interpretados por los mismos actores (Esteban Bigliardi y Germán De Silva, respectivamente), sino porque la tipología del personaje se repite. El ritornelo es, de todos los procedimientos narrativos, el menos furtivo. Si no es perceptible, no funciona. Pero a no confundirse: las películas de Rodrigo Moreno son cualquier cosa menos efectistas; no buscan impactar (incluso en El custodio, uno casi que anticipa el desenlace fatal), o al menos no en el sentido de esas impresiones intensas pero efímeras (o efímeras porque intensas) que se diluyen apenas removido el estímulo que las causa. La repetición, hipervisibilizada, tiene por fin crear conciencia de la representación; nos recuerda que estamos en el cine y renueva aquello que suele llamarse pacto ficcional, quid pro quo entre cineasta y espectador mediante el cual este último, durante un rato —y a veces un buen rato, como los ciento noventa minutos que dura Los delincuentes, por ejemplo—, compromete cierta fe a cambio de una experiencia que, en el caso de Rodrigo Moreno, trabaja con elementos de lo real, pero que no es lo real, sino algo adyacente a ese orden. Ese poder de “descolocación”, tributario de una técnica como el montaje, se ejerce ante todo sobre la temporalidad, que es, como lo precisa Koza en el artículo citado —ella, o más bien, la dimensión improductiva del tiempo—, “una obsesión que marca todos los films del director”. En efecto, en Los delincuentes, tanto fondo como forma están atravesados por esta cuestión. Morán no roba el banco por dinero; el verdadero botín es lo que puede comprar con ese dinero: tiempo, el disponer de los días y las noches a su antojo, sin tener que trabajar. Porque el trabajo en el banco supone una existencia reglamentada por el cómputo. Todo lo que sea susceptible de ser contado debe ser contado. Por supuesto, en el banco se cuenta plata y el plazo que debe correr para que esa plata devengue un interés, pero también se cuentan las horas que restan para el final de una jornada, los días de vacaciones por cada año trabajado, los años que faltan para jubilarse. La cárcel representa la negación de ese estado de cosas, no porque allí las leyes de mercado se encuentren abolidas —se sabe que ocurre más bien todo lo contrario—, sino porque lo que sobra —y la frase es pronunciada por Garrincha, el mandamás de los reos— es el tiempo. Sabemos, por el relato de Alan Pauls en Trance (2019), del extravagante fervor que la posibilidad de caer preso avivaba en un tipo como Fogwill, quien, cuando lo alentaban a evadirse, respondía: “¿Estás loco? ¿Sabés todo lo que voy a leer y escribir en la cárcel?”. Y es precisamente la lectura —la del poema “La gran salina”, del entrerriano Ricardo Zelarayán— la que acelera el tempo de la narración, para trasladarnos al momento en que Morán cumple su condena penal, puesto que su otra condena, la alienación cotidiana, se extingue desde el instante en que se consuma el delito. Concomitantemente, la emancipación llega también para Román, y por partida doble: que Morán haya salido de la cárcel significa, primero, que la amenaza de denuncia por encubrimiento desaparece, y segundo, que es hora de repartir el botín. Román ahora puede renunciar al banco (su propia prisión). Es el tiempo de la libertad, el tiempo del tiempo libre.
“Adónde está la libertad” es el título de la canción que da cierre a Los delincuentes, y también la pregunta que sintetiza el film (siempre y cuando podamos considerarla como tal, abrazada por un par de signos de interrogación, signos de los que prescinde, casualmente, la contratapa del álbum de Pappo’s Blues que incluye aquel tema). Ninguna película de Rodrigo Moreno se propone dar una respuesta —en esa ambigüedad reside el misterio del mundo y, sobre todo, el misterio del cine—, pero no podemos dejar de advertir en ellas un tipo de desplazamiento recurrente. Abandonado por su novia, el Boris de Un mundo misterioso se aventura por una autopista al volante de su Tokha —versión de factura soviética del Renault 6—; Rubén, el custodio del film homónimo, huye hacia la costa atlántica, al mar, tras haber asesinado al ministro que debía proteger; Morán, antes de entregarse a la policía, se refugia en las sierras cordobesas. ¿Eso significa que la libertad está en la naturaleza? No necesariamente. Porque lo que importa es menos el destino que el trayecto: buscar la naturaleza, abandonar la ciudad. En este sentido, la frase “Adónde está la libertad” contiene una (feliz) incorrección gramatical: el uso del adverbio adónde cuando, por la presencia del verbo estar, debería emplearse dónde, equivale a afirmar que la libertad no está en ningún lugar (como el tiempo), ergo, no es posible llegar a ella; sólo se puede ir a ella. En otras palabras, la libertad es idea, es proyecto y vector. El cine de Rodrigo Moreno viene a imaginar líneas de fuga para esas vidas alienadas donde el tiempo se escurre al servicio del Otro. Cuál es el precio a pagar por recorrerlas, esa es la verdadera pregunta. No adónde, sino cuánto.
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