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“Con la mano quemada, escribo sobre la naturaleza del fuego”. Así, con este epígrafe en carne viva de Ingeborg Bachmann, anuncia su apuesta esta novela breve de la escritora y cineasta australiana Julia Leigh: meterse de lleno en el dolor, para desde ahí ponerlo en palabras.
En un relato inquietante, con una cualidad por momentos onírica en la que el tiempo transcurre enrarecido, Desolación reúne dos tragedias: una mujer que se muda de continente, con dos hijitos a cuestas, huyendo de una relación violenta; otra mujer, su cuñada, que pierde a su bebé en el parto, un bebé largamente deseado, y es incapaz de soltarlo, en el sentido más grotescamente literal. Buscan refugio en la elegante casa familiar, pero los consuelos que ofrece son ambiguos, en el mejor de los casos. Sus habitantes tienen que pisar con cuidado, sin hacer ruido, y por más que tratan de contenerse están, sobre todo, desgarradoramente solos; sus duelos se espejan, pero son inconmensurables. La mujer y su hermano se encuentran hacia la mitad del relato, en una escena muy humana y fraternal que sólo la desesperación y el vino parecen hacer posible, pero luego la distancia se reinstala, más hiriente incluso que antes.
Es un motivo conocido, aun trillado, que el dolor aísla y enmudece. Quizás toda la literatura sea una respuesta a ese desafío de lo inenarrable en el dolor, o en el amor, que de paso, si de afirmaciones desmesuradas e incomprobables se trata, tal vez en el fondo sean lo mismo. Leigh no subestima el desafío. De hecho, la novela está hecha de una prosa condensada, parca; todo transcurre en una atmósfera tensa de desesperación larvada, con personajes que sólo descubren que han llorado a posteriori, cuando se pasan la mano por la cara y la descubren húmeda. Como al sol, parece decirnos, a un dolor demasiado grande no puede mirárselo de frente.
Pero la novela también pone decididamente en cuestión este manto pulcro y pesado de silencio con el que muchas veces quisiéramos, y muchas otras no podemos evitar, recubrir el malestar. Aquí y allá hay pequeños estallidos de descarga, como cuando la protagonista arranca el teléfono de la pared para callar la voz del marido, o cuando el ama de llaves rompe un plato en señal de protesta, luego de decir seis veces seguidas que no. Pero no son esos gestos los que logran rasgar el manto. Son los chicos. Los dos hijos de la mujer, de nueve y seis años, que ponen a prueba los límites estrictos de este nuevo entorno hablando fuera de lugar, torciendo cuadros y escapándose al lago. Su vitalidad contrasta con el silencio pesado del resto, recordándonos que el silencio del dolor no es intrínseco, sino, al menos en parte, algo aprendido.
Al principio de la novela, hay una puerta vieja que no se abre. La mujer tiene un brazo roto, está agotada y débil, y la puerta no cede. Leigh se toma tu tiempo para contarnos cómo es el chico quien logra abrirla: primero casi jugando, con patadas “de kung fu”, después con esfuerzo, aunque sin quejarse, la embiste una y otra vez hasta terminar ensangrentado. Duele, como duele todo el libro, porque “él era un niño”. Pero, desde la primera escena hasta la última, es el niño el que abre.
Julia Leigh, Desolación, traducción de Tomás Downey, Fiordo, 2023, 96 págs.
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