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Verónica Romano nos abre, una vez más, la puerta al altar mágico de un culto sin nombre y sin sonidos, en el que la materia, la danza y la inmersión participativa crean una plataforma espacial de comunicación que induce a reflexionar sobre la contemporaneidad de la escultura y de las relaciones humanas.
La exposición, curada por Ana María Battistozzi, propone una nueva arquitectura definida por piezas escultóricas y unidades geométricas dispuestas sobre las paredes y el suelo, que trazan diagramas relacionales mediante signos y señales. El tempo lo marcan los saltos cromáticos (blanco, negro, rosa y dorado), así como los objetos, las texturas y las superficies intervenidas. Este lenguaje desplegado se aleja de una linealidad evolucionista para inscribirse en una dimensión espacio-temporal transversal: un juego dinámico que conecta los jeroglíficos de las cavernas con el código teatral, los mimos romanos y las esculturas clásicas, hilando una secuencia de estímulos que conducen al espíritu más que a la razón. La poesía visual nos incita a desplazarnos por la sala en una danza intuitiva.
Los ideales morales tradicionales, como la verdad, la justicia, la libertad, el amor, la ayuda mutua y la sana convivencia, muy lejos están de las metas de autorrealización humanas de las sociedades corrompidas que habitamos, basadas en la búsqueda insaciable de un “siempre más”. La deshumanización in crescendo del progreso técnico-económico como falsa ilusión de libertad recupera y acentúa el arquetipo moderno del autómata errante. Conectado por hilos invisibles, Romano construye un relato visual centrado en el corte y el fragmento como antítesis de la unidad y la totalidad. La espacialización de las obras y el pensamiento instalativo es el núcleo de esta exhibición que pone el cuerpo —partido, sugerido, en falso espejo— en escena.
En la obra “Fuga” (2001), se extienden sobre una pared unas largas piernas de vidrio molido, hechas con una antigua técnica que la artista llama “fentebril” y que proviene de la tradición de los constructores italianos de los años cincuenta. Este tipo de revestimiento decorativo, que proporcionaba brillo a los barrios de inmigrantes, conecta aquí aquellos rincones perdidos de la ciudad con un teatro que cuestiona cómo habitar —y construir— el espacio. La problematización del fragmento de cuerpo estetizado pareciera también preguntarse cómo es que seguimos danzando. ¿Es posible encarnar una pura sombra sin objeto? ¿Hay, acaso, dolor en las piernas de bronce de la instalación escultórica “Leda y el cisne”, o sólo reposan como entes autónomos? Los estadíos de estos motivos recurrentes experimentan con los soportes a modo de afirmaciones políticas.
La fragmentación lleva intrínseco un sentimiento intenso. Un mecanismo de identificación y extrañeza nos conduce a nuestro propio origen, a la primera separación. El acto de aislar una parte del todo confiere un peso específico a la ausencia y amplía la percepción de ese vacío hacia mundos inexplorados. La implicación corporal en la escena se incrementa a medida que convivimos con las piezas. Esta experiencia inmersiva es dual: se gesta en los silencios de la sala —la antimateria de este universo— y en la interacción con las obras, muchas de las cuales nos implican en su reflejo. “Su escena nos incluye, nos convoca y no como meros espectadores. Nuestros cuerpos son parte insoslayable de esta escena; como si al deslizarnos en ella impulsados por la curiosidad, nos viéramos envueltos en la representación de una comedia, un drama, o una coreografía que no llegamos a ensayar”, apunta Battistozzi en el texto curatorial.
La gracia de la danza, el sagrado cisne, el vestigio de la Antigüedad clásica en un pedazo de yeso, objetos mágicos que actúan como amuletos, portadores de historias y vidas, garabatos que sugieren cuerpos que mutan, siluetas de goma negra derretidas reduciéndose a gestos mínimos como hilos de bronce con peso. Entramos a una casa llena de presencias. Ellas, el espacio y nosotrxs nos aproximamos para recordar que en ese contacto sutil hay un mensaje. La instalación es enigmática porque construye un sistema que pareciera requerir desciframiento, pero que en verdad ya conocemos. Es una lengua materna.
Verónica Romano, El cuerpo en escena, curaduría de Ana María Battistozzi, Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, Buenos Aires, abril – julio de 2024.
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