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Seamus Heaney es de esos poetas que no necesitan salir del propio terruño para volver universal su canto. Los paisajes cenagosos del norte de la Irlanda natal que anegaban sus versos iniciales, el contacto con la tierra como una manera de tender un hilo de plata con un pasado que ofrece un cariz tan personal como histórico y sin duda político, vuelven a estar presentes en su último libro, aunque orlados ahora por una soterrada lobreguez. Tan es así que los poemas que componen Cadena humana no ocultan el hecho de haber sido escritos luego de que su autor sufriera un accidente cerebrovascular.
El aleteo cercano de la muerte imprime sin duda su sello, no obstante, debajo del manto telúrico corre un soplo vital que devuelve la rémora de lo vivido al presente y a la posibilidad de sucederlo. Dice en “Un herbario”: “aquí los muertos / brotan hacia el futuro”. Y “Álbum”, uno de los poemas más conmovedores de Heaney, presenta esta idea, central en todo el libro, a partir de la ligazón de eslabones generacionales: el hijo, reconvertido a su vez en padre, ve saldada la deuda de afecto de su progenitor en un tercero de su propia sangre: “Hizo falta un nieto para lograrlo / para apurarlo en el sillón / con un arrebato bélico al cuello // y probarle que era vulnerable a la alegría”.
La figura paterna, tanto más presente cuanto mayor es el resplandor de su ausencia, reverbera en los trajes usados como metonimia del cuerpo marchito (“Las colillas”); o “hace señas y grita algo que no [se logra] oír” (“Desacoplados”). Esto último comporta una distinción importante, porque si bien son constantes las citas a Virgilio, Heaney no es un poeta latino, para él no hay diálogo posible con los muertos, a estos sólo puede invocarlos el recuerdo, episódico, fragmentario, y no por eso menos real. De ahí esta elegía sin lamento y de una claridad luminosa que mientras evoca lo perdido celebra también lo dado, aquello que se ofrece a los sentidos sin un porqué y cuya consistencia puede ser tan etérea como “El rubor / frondoso del sol / sobre una uva crespa // grande, madura”.
Acaso sea “Ruta 110” el poema que mejor condensa el espíritu del libro. La compra de un ejemplar usado de La Eneida inaugura el paralelismo entre un viaje en autobús —“Cookstown vía Toome y Magherafelt”— y el descenso de Eneas al inframundo, y donde el hablante del poema rememora los velorios a los que ha asistido a lo largo de su vida, en tanto el paisaje se torna de pronto mítico, lírico, irreal. Su forma de un cuarteto de estrofas de tres versos es la que prefiere la mayoría de estos poemas, una manera sutil de encabalgar la resolución y posponer la clausura del sentido al punto de dejarla en ocasiones flotante.
Heaney es un poeta dúctil en arrimar leyendas vikingas y célticas a las anécdotas más prosaicas, órdenes disímiles que se anudan en la región que delimitan los recuerdos. “Si sabés algo / sobre el universo”, dice en el citado “Un herbario”, “es porque lo mamaste / así, / lo miraste tanto / como te mirás a vos”. Versos que aluden a aquellos otros de “Norte” (poema incluido en el volumen homónimo de 1975): “Mantenga el ojo limpio / como una burbuja en el carámbano, / confíe en el tacto de ese mínimo tesoro/ que sus manos han conocido”. Así se trate de la antigüedad mitológica, del sabor de un fruto maduro o del trance de una vivencia límite, lo que prima es el conocimiento material del mundo. Pero ante este aparente pedido de transparencia, Heaney propone (así lo dice en su ensayo “Joy or Night”) que “la visión de la realidad que ofrece la poesía sea transformadora, más que una simple copia impresa de las circunstancias dadas de su tiempo y lugar”. De ahí el mote de “místico de lo ordinario” con que lo bautizó algún crítico anglosajón.
Se sabe, tal como dijera Robert Frost, que poesía es lo que se pierde en la traducción. Y más aún cuando se trata de un poeta que conjuga, entre la palabra precisa y la imagen envolvente, un doble fondo de alusiones indirectas. Sin embargo, la notable labor de Paula Galindez, en lugar de atestar la página con notas al pie y agotar cada referencia con prolijidad de edecán, opta por respetar la concisa sobriedad de Heaney, su punzante lirismo de media luz, y por imprimir un timbre rítmico y una legibilidad cristalina sin menoscabar el asombro ante las cadencias de otra lengua.
Al comienzo y al final de Cadena humana hay vientos. En el primer poema es una ráfaga que, súbita, hace traquetear el techo y que, en el último, se aligera en un “Aire de otra vida y tiempo y lugar” que remonta un barrilete como una “ofrenda del viento”. Ambos poemas hablan del tesoro de lo inesperado oculto en los pliegues de las pequeñas circunstancias, y cuyo fulgor sólo se brinda a quien esté despierto para atestiguarlo. De modo que, por encima del escrutinio de pérdidas y del pulular de espectros, los poemas de Cadena humana rezuman una sosegada vitalidad. Como si el roce con la finitud obligara a dar un rodeo, Heaney se vuelve menos directo y no obstante más certero que en libros anteriores. Estos poemas, en cierta medida, trazan el camino que toda muerte supone, y advierten, sin clamor y sin quejido, que ese camino no siempre es un descenso.
Seamus Heaney, Cadena humana, traducción y glosario de Paula Galindez, Salta el Pez, 106 págs.
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