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Como la rusa, la inglesa, la norteamericana, la española y la argentina –por nombrar caprichosamente un amuchado de tradiciones–, la cultura irlandesa atesora una tradición cuentística de valiosa prosapia. Pero más allá de nombres, títulos y fechas (que los hay, y gravitantes), no sería en vano interrogarse por la relación entre la forma de un género semejante —más allá del contenido de los argumentos, del tipo de personajes que afloran, del modo de clausurar las historias— con el país que lo produce. No poco tiene para decir al respecto el escritor Frank O’Connor, que en una hipótesis tan romántica como elegante asegura que, a diferencia de la novela, el cuento propone una “intensa conciencia de la soledad humana”. Esto sería caro al corazón irlandés, sostiene O’Connor, y, en particular, al del siglo XX, asfixiado por la sostenida vigilancia de la Iglesia católica, la lucha independentista y las tensiones internas a causa de la guerra civil.
La soledad, de cualquier manera, viene en distintas formas y tamaños. Que lo digan, si no, los autores que integran la antología Cuentos irlandeses contemporáneos, a cargo de Sinéad Mac Aodha y Jorge Fondebrider. Una soledad arraigada en el recuerdo de los que ya no están, de los amores juveniles que se afincan en la memoria, y que florece en instancias epifánicas en las que se toma conciencia de que la muerte descenderá, como copos de nieves, sobre todos y cada uno de nosotros (“Los muertos”, de James Joyce). O transfigurada en culpa por impedir el fusilamiento de prisioneros de guerra que se sienten, en verdad, tan próximos y fraternales como el hermano compatriota (“Invitados de la nación”, de Frank O’Connor).
Una soledad, a su vez, tejida de tristeza y melancolía, que ciñe a un transeúnte mientras recorre, pensativo, las calles nocturnas de Tejas y rememora con nostalgia la muerte de una madre tan inaccesible como la patria misma (“La familia vacía”, de Colm Tóibín). Que atraviesa de cuajo a un sacerdote embrollado en las cuitas de la existencia personal y la divina (“Recorre los campos azules”, de Claire Keegan). Y que se tiñe en la oscuridad de los descampados, que aíslan a viudos de la vida citadina, y en los que Dios estremece por su ausencia (“En medio de los campos”, de Mary Lavin; “Revancha”, de Anne Enright).
Imbuidos de los grandes sentimientos, estos irlandeses no se demoran en sensiblerías. Buscan algo, a veces, sin dilucidar del todo qué. Tal vez un cálido encuentro o una compañía luminosa en la oscuridad campesina; tal vez un sórdido desagravio frente a un acto de injusticia o a un abuso de poder; tal vez el propósito de la vida, o, por el contrario, una mísera moneda. En su camino, de todas formas, pervive una estela de auténtica belleza, desolación y violencia que, si no desarrolla la coloratura de un país, al menos esboza los trazos de una gran literatura.
Varios autores, Cuentos irlandeses contemporáneos, selección y prólogo de Sinéad Mac Aodha y Jorge Fondebrider, traducción de Matías Battistón, Andrés Ehrenhaus, Jorge Fondebrider, Inés Garland, Jan de Jager y Pedro Serrano, Eterna Cadencia, 2024, 448 págs.
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