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“Arriba los corazones en todo caso/ Jóvenes acostumbrados/ A las tragedias que terminan bien/ Ésta no puede terminar peor”, escribió Nicanor Parra en el poema que oficia de prólogo a Lear, rey & mendigo, su preciosa traducción y versión, llevada a escena en 1992 y editada por la Universidad Diego Portales en 2004. Con su ironía antinómica, Parra daba en el clavo al definir la tenaz incapacidad contemporánea para la tragedia. En La gesta heroica, por su parte, Ricardo Bartís toma Rey Lear para sostener y recrear la tragedia, pasada por el prisma de algunos puntales de su universo teatral: el grotesco discepoliano, la actuación llevada a sus límites, una filosa lengua criolla, la ironía arltiana sobre derrotas y ruindades de la clase media argentina.
En Santa Teresita, el viejo padre decide anticipar la entrega de su patrimonio y dividirlo entre sus tres hijos. La herencia consiste en la declinante casa familiar, emplazada junto al parque de diversiones abandonado que fundara este rey de la costa argentina con el pretensioso nombre de “La gesta heroica”. El potente y sugestivo espacio escénico, a cargo de Paola Delgado, presenta el living de la casa, con empapelado raído, un televisor viejo, lucecitas navideñas en fallido espíritu festivo, la sonda que usa el patriarca, un piano de pared en una antesala penumbrosa. En una pared sobresale la trompa incrustada de un autito chocador, testimonio de un accidente ocurrido por la impericia de Lorenzo, uno de los hijos que vive con el padre. Elena, otra hija que vive allí, ensaya fragmentos de Venus y Adonis, mientras se manosea y se pelea con Lorenzo. Agobiado por los problemas de próstata y un cuerpo que cruje, Horacio, el padre, vuelve a ver una y otra vez el Rey Lear de Laurence Olivier en el televisorcito. Desde Buenos Aires, llega para la firma de los papeles Ernesto, el hijo mayor, el pródigo, que trabaja en una empresa y tiene esposa e hija.
Los vínculos familiares están atravesados por la sordidez y por un erotismo incestuoso. El pasado se cierne sobre ellos como una carga que no pueden manejar. Fugada a Mar del Plata en un tiempo remoto, la madre es un fantasma que manda alfajores. En el discurso de Horacio, recurre el ominoso trasfondo histórico argentino, aquel día de 1978 en que aparecieron catorce cadáveres en la playa de Santa Teresita, resaca de los vuelos de la muerte de la dictadura genocida. Esos pasados no resueltos son los que estallan en los cuerpos crispados y en sus modos tensos. Como siempre en el teatro de Bartís, son las actuaciones (notables el propio Bartís, Marina Carrasco, Facundo Cardosi y Martín Mir) el principal soporte poético, las que configuran el vaivén emocional de una teatralidad que se trama en momentos perturbadores, risibles, opresivos (algunos logran reunir los tres calificativos). Las melodías que hace sonar Ernesto en el piano y algunos pasajes lúdicos entre los hermanos traen reminiscencias de cierta corriente afectiva en los lazos que quedó trunca.
“Un hombre viejo es siempre un Rey Lear”, dice un poema de Goethe. La proliferación de ficciones que retoman la fábula del viejo traicionado por las ecuaciones de su razón tambaleante y, de una u otra forma, por sus herederos confirma al autor alemán. Al haber asumido la actuación del personaje central (en las etapas anteriores, la interpretación del padre estuvo a cargo de Luis Machín y Carlos Defeo), Bartís potencia un coqueteo inevitable con la declaración flaubertiana: “este Lear de un parque de diversiones quebrado soy yo”. Es posible esta lectura, pero para quienes nos formamos viendo y discutiendo obras como Muñeca, El pecado que no se puede nombrar, De mal en peor, Donde más duele, La pesca, este Bartís director y actor es también un Próspero, el viejo mago de la escena que sigue en plena disposición de sus medios artísticos e insiste, a su manera farsesca y amarga, en ponerle el cuerpo a esta tragedia nacional que, como cantaba Parra, “no puede terminar peor”.
La gesta heroica, dramaturgia y dirección de Ricardo Bartís, Club Cultural Thames, Buenos Aires.
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