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En el último Borges —que había mutado de su conservadurismo hacia una especie de utopía ética de la belleza, unida a su experiencia del sintoísmo en el Japón— hay un célebre poema llamado “Los justos”, en el cual imagina que hay varias personas que realizan actos mínimos, en apariencia insignificantes, unidos por una trama que mutuamente ignoran. Por ejemplo, entre otros, Borges nombra el acto del que agradece que en la tierra haya música, el de dos empleados que en un café del sur de la ciudad juegan al ajedrez, el del ceramista que premedita un color y una forma, el del tipógrafo que compone la página del poema y acaso no le agrada, el de quien acaricia un animal dormido. El poema finaliza con un verso sorpresivo y espléndido: “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Entre aquellas acciones mínimas que salvan el mundo en ese poema está aquella del “que descubre con placer una etimología”. La elección de un título es un acto similar: un libro de poesía llamado Rapsoda (Mansalva, 2024) convoca esa iluminación fugaz. El rapsoda es el poeta y hay en el reconocimiento de su etimología un hallazgo. Ya Borges había usado el término El hacedor, en aquel libro que comenzaba con una prosa dedicada a la figura de Homero al volverse ciego y cuyo título era la traducción literal del vocablo poeta —palabra que proviene del griego poietés y del verbo poiein, que significa hacer—. El poeta es, etimológica y literalmente, el que hace, el hacedor. Quizás no está lejos del mestiere di poeta, del oficio de poeta, como lo llamaba Cesare Pavese. Pensar en el poeta como hacedor es pensarlo menos como creador que como artífice o incluso artesano —Benjamin hubiera escrito: “El autor como productor”—. Pero volvamos a los tiempos antiguos. Rapsoda es también poeta, pero su tarea poética proviene del trabajo con otros poemas. El vocablo rapsodia, del que deriva rapsoda, viene del verbo griego rapsodeo, rapsodein, que significa zurcir, atar, ensamblar, y del sustantivo odé u oidé, que también está en el vocablo oda, y que significa canto. El rapsoda es, literal y etimológicamente, quien ataba o enhebraba cantos, quien recitaba fragmentos poéticos, especialmente homéricos, en la antigua Grecia: el rapsoda era aquel que en su recitado ante los oyentes combinaba fragmentos poéticos para realizar otros poemas. Algo de ese ideal poético, entonces, más cercano al oficio del poeta que al vate profético —la poesía como artificio, arte facto; la poesía como trabajo, como mestiere, diría Pavese, o la artesanía del fabbro, diría Eliot—, se halla en la poesía de Lucas Soares. Ya en El poeta y el buey había escrito: “un poema del presente / viene del pasado / y continúa en el futuro”. Y en este libro, Rapsoda, que es el nombre del poeta como recitador —y es por ello un “viejo rapsoda”, ya que debe contar con la vasta memoria del pasado para componer sus poemas del presente—, leemos literalmente la etimología del vocablo referido: “al recitar / el viejo rapsoda teje / palabras con agujas / que traman en su esgrima / prodigiosos simulacros”.
El acto del que teje palabras es como el que enhebra o ensambla fragmentos y produce con ellos una apariencia nueva. Y si el rapsoda tejía o zurcía los fragmentos de su canto con los poemas homéricos, Lucas Soares configura los suyos con unos versos tomados del antiguo poema filosófico más deslumbrante de la historia de Occidente, compuesto en el siglo I antes de Cristo: De rerum natura, de Lucrecio, Acerca de la naturaleza de las cosas o bien, con más precisión, Acerca de la naturaleza. Lucas Soares es profesor e investigador de filosofía antigua y podría darnos clases sobre esta extraordinaria obra, escrita en hexámetros latinos, que comenzaba con la imagen de la Venus nutricia: “Aeneaudum genitrix, hominum divomque voluptas, alma Venus” (“Engendradora de los descendientes de Eneas, gozo de los dioses y de los hombres, Venus nutricia”) y no puedo abundar en ello. Salvo decir que ese poema abreva en su totalidad en la filosofía de Epicuro y fue escrito por un hombre cuya sombría y arrebatada imagen primera, y quizás apócrifa, debida a una breve nota de San Jerónimo, tiene todos los matices de la exaltación: “[En el año 95 a. C.] Nace el poeta Titus Lucretius. Más tarde, preso de furiosa locura por un filtro amatorio, y habiendo escrito durante los intervalos de su demencia algunos libros que luego corrigió Cicerón, se suicidó a los 44 años de edad”. Este hombre, sin embargo, se propuso escribir en versos latinos “el nacimiento y naturaleza de todas las cosas, tal como sutilmente habían sido descritas en griego”, como dijo George Santayana. Me gusta imaginar el pasaje del nombre Lucas a Lucrecio y la idea tenebrosa de que la poesía se escribe per intervalla insaniae, en los intervalos de la locura o, mucho mejor, como un acto enloquecido en sí mismo respecto del mundo real: el acto de un verdadero desviado que confunde las palabras con las cosas y del cual continuamente Lucas Soares quiere hallar precisiones, figuraciones, salvedades, como en su libro anterior, con poemas como este: “hay cosas que tienen / el mismo nombre / con distinto significado // un buey vive / y un poema, / también vive // pero vivir no es / lo mismo / para el buey / que para el poema”.
El rapsoda de este libro trabaja su antiguo oficio de entramado y recurre al poema de Lucrecio para zurcir con él su propio recitado. Para ello se vale de una de sus imágenes conceptuales más felices: la noción de clinamen, de desviación, de declinación. En el primer poema del libro hay un hecho azaroso, contingente. Un viento salvaje golpea la lámpara del escritorio, cae sobre la impresora y esta imprime una página de Lucrecio que proviene del último documento abierto por el viejo rapsoda —como si aquel rapsoda se encontrara fusionado en el sujeto poético del presente, es decir, como si lo antiguo y lo presente confluyeran hacia esta futuridad en que lo leemos—. Esa página corresponde al poema de Lucrecio cuando menciona, justamente, el clinamen. El fragmento se refiere a esta argumentación: puesto que todas las cosas están conformadas por átomos en un número ilimitado y que el espacio mismo es ilimitado; y puesto que los átomos vienen cayendo en línea recta en un espacio vacío debido a su propio peso, en un momento incierto e indeterminado y en un lugar igualmente incierto e indeterminado; entonces dichos elementos se desvían de su trayectoria rectilínea, chocan entre sí y, de ese modo, en el encadenamiento de sus uniones, van conformando todos los cuerpos, todas las cosas, todas las formas del mundo. Y así como esta unión de libre contingencia, sin determinación divina alguna, conforma los cuerpos, también configura el libre albedrío, ese poder que nos sustrae al determinismo, a la fatalidad y al destino.
El fragmento de Lucrecio que en la página siguiente ensambla el rapsoda declara ese comienzo para sus poemas, es decir, el fenómeno del desvío, de la declinación, del clinamen: “si no declinaran los principios —se lee al final—, caerían todos hacia abajo como gotas de lluvia, por el abismo del vacío, y no se producirían entre ellos ni choques ni golpes; así la Naturaleza nunca hubiera creado nada”.
Como buen rapsoda, en la primera sección del libro, llamada “El recitado”, el poeta zurce y trama las hebras de Lucrecio a la vida del lenguaje e imagina, como lo hizo el latino en el poema del pasado, que si las palabras cayeran en línea recta se encontrarían con las mismas palabras. Pero en su recitado el poeta mismo produce el clinamen, el desvío del sentido: las palabras colisionan y rebotan entre sí para producir un remolino, tal como el de las hojas secas en una calle o como las motas de polvo que circulan en un rayo de sol que cruzara un cuarto en penumbras —y esta es otra imagen tomada de Lucrecio—. Es el rapsoda el que, con su acción poética, produce el movimiento del lenguaje y hace que así se incremente y quizás su palabra diga lo que dice, y además más, y otra cosa —como diría Pizarnik—. O como diría ahora el viejo rapsoda de Soares: “en el recitado / la desviación de las palabras / deja entrever / lo que las palabras no pueden decir”. Y aquello que las palabras no pueden decir cabalmente son las cosas, salvo mediante simulacros. Las palabras no son las cosas. “Hay cosas que se dicen / de otras cosas / y están en ellas” escribía Soares en El poeta y el buey, y eso mismo está en el poema del poeta pero, escribe, “un buey no se dice de otro buey ni está en otro”. Las palabras designan las cosas pero no son cosas y no obstante el poeta sueña con hacer cosas con palabras; con hacer, por ejemplo, una carretilla roja barnizada por el agua de lluvia junto a blancas gallinas, como en el poema-objeto de William Carlos Williams, que predicaba que no había ideas sino en las cosas. El rapsoda crea simulacros y los poemas de la segunda sección del libro proponen de súbito esas escenas que evocan el mundo bajo su especie. Como los átomos que se desvían y forman cuerpos, así el rapsoda aspira que en los desvíos de sus recitados aparezca en el poema una imposible creación: la materia misma, la materialidad de lo real. Pero esto no se ofrece sino en los simulacros, encabalgados en su recitado mientras crea la ilusión misma de la vida.
El rapsoda compone los simulacros del mundo con su propio cuerpo, recita con los ritmos que le son propios, somáticos, cardíacos; recita con el ritmo de la vida, con su propio aliento, con las intermitencias de su respiración voluntariosa de armonía. Ya que lo que compone, se dice a sí mismo, es, como ahora y siempre, un canto. Pero algo ocurre en esa armonía ficticia —la sagrada Harmonía que aspiraban aquellos que amaban su ritmo, como Darío— ya que no hay tampoco una línea continua en su cuerpo mortal: algo lo interrumpe, algo lo obtura, algo se interpone en la melodía vertical del aliento. De pronto el flujo de la voz padece su propio desvío, las palabras en su respiración sufren su propio clinamen y crean el simulacro mismo de la interrupción: “las palabras del viejo rapsoda / dejaron de desviarse / de su pesada verticalidad / y de su boca ya solo brotaba / el rugido de una canilla / con agua presionando por salir”. El oyente cree que esa interrupción es parte del recitado pero el rapsoda, irónicamente, fatalmente, higiénico y falible, sabe que su propio oficio debe su tributo al tiempo de la mortalidad. Y como todos los mortales ante el avance de la enfermedad, el viejo rapsoda se hizo… una resonancia magnética. Todo vuelve al poema, sin embargo. Como les champs magnètiques, los campos magnéticos del surrealismo (Breton) y como la resonancia de las imágenes en la ensoñación poética (Bachelard), inmóvil dentro del tubo del resonador, el rapsoda comienza a escuchar otros ritmos en su cuerpo. Y otra vez el desvío de la experiencia corporal lo lleva, por azar, a un nuevo estado: “armó patrones rítmicos / con la vibración de las palabras / que chocaban y rebotaban / en su cerebro”.
En la última sección del libro, “Las pinturas”, el rapsoda alcanza su propia culminación como recitador y su cumbre como hacedor. Su voz, interrumpida por el aliento que busca respirar de nuevo, se aparta de sí y sustituye las palabras por las imágenes de las palabras y, al fin, las pinta. Pinta palabras como pinturas y produce el simulacro máximo: sustituir el mundo mediante un desvío del mundo, hacer de la poesía el éxtasis de lo imaginario cuando la lengua deja de ser un instrumento y una voz al transformarse en una alucinada presencia. El poeta no recita ahora sino pinta, pinta todo lo que ha recitado y lo que ha vivido, lo duplica en la pintura y a la vez el texto de Lucas Soares lo duplica en lenguaje. Mágicamente, como una aparición, en las pinturas del viejo rapsoda todo el libro se repite otra vez, como metáfora de sí, como retorno, como desvío del tiempo para matar el tiempo. El poeta sustituyó las palabras por el movimiento de las palabras. Y así entonces el rapsoda desaparece, tal como todos finalmente habitaremos el vacío, para que la poesía, del pasado, del presente y del futuro, tenga lugar hasta el fin mismo del tiempo: la poesía como desvío de la lengua, como eclipse de palabras para dar luz al poema. El rapsoda “pintó la trayectoria que va / de su primer / al último recitado / como un eclipse de palabras / alborotadas en un rayo de sol”. Solo un rapsoda desviado, como Lucrecio o como Lucas Soares, pueden armarse de esa alucinada belleza para conjurar la muerte y, como los justos, seguir salvando el mundo.
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