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En una escena de El aprendiz que podría pasar desapercibida, el joven pero ya exitoso empresario de bienes raíces Donald Trump (interpretado por Sebastian Stan) visita con su mentor, Roy Cohn (Jeremy Strong), el catering de un casino en Atlantic City. Con una gula sin buen gusto, análoga a su ambición gratuita, Trump llena su plato con unas bolitas de papa y queso, fritas, a lo mejor recalentadas y seguro más aceitosas que sabrosas, de un bufé popular, similar a las rotiserías de comida por peso en Buenos Aires. Cohn, un hombre igual de cínico, pero con algo más de etiqueta, rechaza las bolitas de queso con un desprecio poco disimulado. Sin embargo, a esta altura de la película, el abogado neoyorquino ya no tiene autoridad moral ni influencia suficiente para reprender a su pupilo: Trump se ha convertido en el magnate arrasador que, detrás de su indecencia manifiesta, ya acaricia los primeros destellos de una carrera por la presidencia de la nación más poderosa del planeta.
La escena, en su aparente trivialidad, encuentra espejo en un hecho concreto de la vida de Donald Trump durante su primer mandato. En enero de 2019, en pleno shutdown del gobierno estadounidense que dejó a cerca de 800.000 empleados públicos sin paga, incluidos los chefs de la Casa Blanca, Trump decidió ofrecer una recepción poco convencional para los Clemson Tigers, vencedores del campeonato nacional universitario de fútbol americano. En lugar de cancelar el evento debido a la falta de personal, el presidente ordenó más de trescientas hamburguesas, pizzas y papas fritas de cadenas como McDonald’s, Wendy’s y Burger King, pagadas de su propio bolsillo. La recepción se llevó a cabo en el lujoso Salón Estatal de la Casa Blanca, donde los fastuosos candelabros y la cristalería contrastaban con la comida rápida apilada en sus envoltorios de cartón. Trump presentó el banquete como un homenaje a la “auténtica comida estadounidense” y, al ser interrogado sobre su favorito, respondió con orgullo: “Si es americano, me gusta. Es todo comida americana”.
Desde entonces, por episodios como este, además de sus discursos y señales políticas, a Trump se lo ha catalogado como un nacionalista, e incluso algunos en la Argentina han llegado a compararlo con un peronista, descuidando la verdadera naturaleza despersonalizada y sin aura —recordemos que todos los McDonald’s del mundo son iguales— de esa tal comida americana (de esa tal identidad americana) que ante todo oculta su proceso de producción. Este Donald Trump fast food, combinado con el empresario inescrupuloso, el erotómano escandaloso, el xenófobo profesional, el misógino serial (adjetivos que, nos guste o no, definieron parte de su atractivo para ciertos sectores de su electorado), es la figura que el director iraní Ali Abbasi decidió plasmar en pantalla, no desde la cúspide del poder, sino desde la incubación modesta de su mito.
Ya siendo hijo de rico, la película comienza con un recorrido lumpen de una especie de Trump/Señor Barriga recorriendo los pasillos de edificios humildes como cobrador de las rentas de los departamentos pertenecientes a su familia. Los inquilinos, muchos de ellos ancianos o inmigrantes, logran sacárselo de encima con suma facilidad. Es con la llegada del controvertido Roy Cohn —amigo de Andy Warhol y peculiar arquetipo del abiertamente homosexual, abiertamente homofóbico— cuando el joven aprendiz encuentra a su mentor y, junto a él, descubre su verdadera vocación de poder. Cohn le lega a Trump tres reglas cardinales: 1. Ataca, ataca y sigue atacando. 2. Nunca admitas nada y niega todo. 3. Pase lo que pase, reclama la victoria y jamás aceptes la derrota. Así de sencillo: no se necesitó de un decálogo para definir, desde el convulso Nueva York de los años setenta, lo que sería nada menos que la mismísima posverdad imperante y su temerario pasaje, del lobby empresarial a la política de Estado.
La película de Abbasi no aborda, sin embargo, la carrera presidencial de Trump, sino sus primeros años como empresario en el sector inmobiliario, donde acumuló fortuna siguiendo al pie de la letra las tres reglas heredadas de Cohn. Gracias a las generosas quitas de impuestos implementadas durante la década de 1980 y un sinfín de maniobras extorsivas, el protagonista construyó rascacielos a diestra y siniestra. Todo un imperio, como sugerí al inicio, sin la más mínima noción de identidad ni de experiencia sensible; un mal gusto (o mejor, la ausencia total del gusto) que ante todo da cuenta de una profunda incapacidad para el goce. El póster de la película es revelador en este sentido, ya que homenajea la obra de Jeff Koons, el icónico artista del kitsch, con claras referencias a su famosa escultura Michael Jackson and Bubbles (1988). En esta pieza, Koons transforma la figura del rey del pop y su inseparable chimpancé en una imagen dorada, excesiva, artificial y vacía (hecha en porcelana). Lo refinado, pensará Trump, es sinónimo de debilidad, directamente malo para los negocios, y en esa voraz búsqueda de acumulación por acumulación ni la comida, ni el alcohol, ni los viajes, ni el cariño fraterno, filial o romántico, ni siquiera el sexo, pueden ser disfrutados.
De la manera en que doy cuenta de ella, El aprendiz parecerá una película de desprestigio que le hizo campaña negra a quien será el próximo presidente de Estados Unidos. Los acontecimientos lo desmienten y, más allá de la mucha o poca llegada que haya tenido el filme en el electorado, queda claro que este biopic sin indulgencias logró retratar a un líder mundial que ya está por delante de nosotros por el solo hecho de reconocer a su inconsciente más salvaje. La paradoja trumpista radica en esto: el candidato ultraderechista, belicoso, amoral e intolerante, que probablemente logre apaciguar los ánimos en los conflictos globales actuales y suscite con éxito una especie de paz corporativa mundial (pero paz, al fin y al cabo). Se trata del magnetismo del inimputable, del que, justo por su descaro, es inmune al juicio ético y, en cambio, redefine las reglas del juego político.
The Apprentice (Canadá/Dinamarca/Irlanda/Estados Unidos, 2024), guion de Gabriel Sherman, dirección de Ali Abbasi, 120 minutos.
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