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Federico Luis Tachella (1990), el joven director porteño ya conocido por el aclamado corto La siesta, se traslada a la provincia de Mendoza para grabar un primer largometraje de poco más de hora y media: Simón de la montaña, que se estrenó en mayo en Cannes, recibió el premio de la Semana de la Crítica (el primero de varios galardones) y despertó el interés de públicos de diversa naturaleza.
El film parte de Simón, un personaje aislado como lo anticipa el título, interpretado por Lorenzo Ferro, quien ya nos había demostrado su enorme talento en el papel de Carlos Robledo Puch en El ángel (2018). Destaca ahora la capacidad del actor para transformar el cuerpo a través de la actuación, en cada gesto sutil degenerativo y en la progresiva asimilación de la identidad de un discapacitado. No deja de ser un desafío mantener la tensión física en las diferentes situaciones sociales del film, y sostener el carácter ermitaño y observador del personaje.
A partir de un encuentro casual en la montaña, Simón se irá involucrando progresivamente con un grupo de adolescentes discapacitados de una institución de cuidado que, al parecer, se encuentra geográficamente cerca de su casa. Con ellos asistirá a clases de natación, viajará en colectivo, se reunirá en el pool del pueblo, los pasará a buscar con su auto para ir al dique, entre otras actividades casuales que irán conformando el grupo. La película problematiza así el proceso de autodescubrimiento que protagoniza Simón al verse espejado en esta pequeña comunidad.
El coming of age en este caso ya no se propone tanto como un conocimiento de sí sino más bien como un reconocimiento de otros que le devuelve a Simón una imagen suya más ambigua. Al parecer, la propuesta inicial consiste en ofrecer al espectador la siguiente premisa: Simón, que no es discapacitado, se pone un auricular de sordomudo y comienza a alterar su conducta para pertenecer a un grupo social que promete aventuras, sexo, vincularidad; es decir, la posibilidad de salir del aislamiento. El recurso narrativo sería la hipérbole: exagerar la necesidad de pertenencia a partir de una conducta desmesurada como es la de adoptar la performatividad de una persona con una enfermedad física.
Pero esta primera lectura resulta acotada si se considera la complejidad que plantea la película. Una reflexión de Nietzsche en Más allá del bien y del mal podría ofrecer otra mirada: “A una humanidad más sutil le es inherente el tener respeto ‘por la máscara’ y el no cultivar la psicología y la curiosidad en lugares falsos”. El filósofo entiende la necesaria implementación de una máscara a la hora de vincularnos en comunidad, porque hay algo de verdad que se entrevera en sus muecas, verdad que solamente puede ser revelada gracias y a través de ella. Por ejemplo, en las instancias de carnaval, fiesta pagana en la que afloran los instintos más primitivos y a la vez genuinos de nuestra propia naturaleza. Justamente la verdad se revela con mayor nitidez gracias al uso de la máscara, un medio para transmitir la hondura, aquello que está velado: “Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”.
En ese sentido, la identidad que adopta Simón ya no es solamente un acontecimiento de su capacidad actoral, sino que vemos que el personaje se involucra en los episodios con una genuina vulnerabilidad e inconsciencia sobre las consecuencias de sus actos. Por ejemplo, cuando por renguear deja caer un vidrio y provoca el enojo de su padrastro; cuando pone en peligro su vida al intentar enseñarle a su amigo a andar en auto; o en todo momento cuando observa pasivamente las decisiones irracionales de su contexto, como gastarse todo el dinero de la mensualidad en fichines. Desde su mentalidad “racional” o “sin discapacidad”, Simón no interfiere en ninguna circunstancia en la realidad de los adolescentes del instituto; por el contrario, es frágil, tiene conductas erráticas y vive las consecuencias. Así, debe lanzarse al dique a rescatar a su amiga.
Retomando lo que plantea Nietzsche, podemos aventurarnos a afirmar que el espectador sutil no cuestionará la máscara que adopta Simón, sino más bien qué aspecto de la realidad psíquica o física de Simón se manifiesta a través de ella. Sin caer en lugares comunes, la película echa luz sobre la complejidad del espectro de la salud mental, es decir: que una persona sea capaz de modificar su conducta a punto tal de verse como un discapacitado para integrarse a un grupo social es sin dudas un síntoma que habla de la profundidad y la desidentificación de las personas con enfermedades mentales hacia los diferentes grupos sociales. Habla, también, de la necesidad que tenemos las personas de identificarnos con pares.
No nos configuramos determinados a priori, como sostiene Judith Butler, sino que nos definimos en acto a través de la repetición de conductas. En ese sentido, podríamos afirmar que “Simón deviene discapacitado” y, como en un ciclo de lo que en psicología se llama profecía autocumplida, logra finalmente su cometido: recibir un certificado que lo acredite.
Dejaremos de lado el dilema ético, la problemática esbozada sobre el marco legal y las mentiras que Simón no tiene problema en repetir una y otra vez. La película no quiere alimentar el morbo de las categorías psiquiátricas, sino poner sobre la mesa la complejidad de las habilidades o incapacidades de alguien que atraviesa una patología de salud mental severa a la hora de descubrirse durante su adolescencia. Simón de la montaña nos ayuda así a entender la forma en que la sociedad de hoy experimenta el crecimiento y la adolescencia desde la óptica de un personaje que se encuentra al margen.
Simón de la montaña (Argentina/Chile/Uruguay, 2024), guion de Agustín Toscano, Tomás Murphy y Federico Luis Tachella, dirección de Federico Luis Tachella, 98 minutos.
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