Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Quizá debido a no poder exhibir los cimientos de una sólida tradición realista, la literatura argentina se ha resignado al contrapeso de la adjetivación: realismo delirante, atolondrado, inseguro, fantástico, etnográfico, idiota… Como si en lugar de socavarlo, el adjetivo no cumpliera otra función que dar vida al primer término. ¿Por qué no fue necesario tildar a Beckett de realista, así sea acompañado de algún epíteto? Porque su lengua, incluso en su pasaje al francés, tuvo siempre el respaldo de una robusta herencia literaria, aquella de la que pretendía huir. Algo que la literatura argentina mal puede lucir desde el momento en que no es Manuel Gálvez, por ejemplo, sino Roberto Arlt el verdadero fundador de la novela vernácula, y quien de buenas a primeras inaugura la única tradición posible en estas tierras: la de la excentricidad.
Pese a lo anterior, la crítica insiste en hablar de realismo en la obra de Gustavo Ferreyra. Se ha dicho que su realismo es alucinado o alucinatorio, pero ni sus personajes alucinan (o hacen alucinar, por caso), ni la representación en su obra bosqueja más que un atribulado paisaje mental. Todo les concierne a estos seres atormentados, cierto, pero es la duda lo que prevalece. No es un mundo de certezas el de Ferreyra, sino de conjeturas. Presunciones, hipótesis, sospechas: los tortuosos vericuetos del pensamiento plegado sobre sí mismo. Y en tanto no hay un afuera al que atribuir el retorno alucinatorio de lo real, difícilmente pueda tratarse de otra cosa que del circuito del deseo y su negación en el espacio cerrado del yo.
Se cumplen tres décadas de la publicación de su primera novela, El amparo, protagonizada por uno de los tantos sirvientes que desempeñan labores en una morada palaciega bajo la égida de un señor que reviste propiedades inasequibles. Arrodillado, con el tronco erguido a un lado de la mesa y con la boca bien abierta, Adolfo cumple la función de “receptor de carozos”, tarea que sin duda lo enaltece dada la cercanía física respecto al señor y que desempeña con celo, a punto tal que, en su tiempo libre, cuando recrea la vista en los escasos objetos de su habitación, no piensa más que en retornar a su tarea. Sin embargo, de pronto es degradado a ejercer labores de limpieza y su puesto, adjudicado a un enano.
Pero no es el desarrollo de una trama lo que pone en marcha El amparo, sino la infatigable maquinaria del pensamiento. Los planes tentativos de asesinato del enano, la obsequiosa elaboración de una frase que logre conquistar a la encargada de limpieza, las afrentas ante la eventual camarilla de conjurados, todo eso y más se multiplican en subordinadas compactas en el reino de la posibilidad infinita. Como las cosas son de otros, las palabras quedan rebotando unas contra otras, sin la garantía ulterior del sentido. Así lo dice el propio Adolfo: “hay veces en que se entiende al revés lo que uno dice; o se cree que hay otra intención, o una ironía”.
Estamos, para decirlo de una vez, en la región kafkiana, donde no sólo tiene lugar el aplazamiento ilimitado sino también la anulación inmanente. O de manera más precisa, el trayecto circular que va de la afirmación a la anulación pasando por la restricción, y cuya fuerza gravitatoria se observa no en lo temático o en los desplazamientos del personaje, sino en el nivel elemental de la frase. De ahí el predominio del modo subjuntivo y el uso de adverbios de duda, donde todo énfasis es pronto mitigado, hecho migajas antes de que tome cuerpo, y toda palabra, enfundada en una enunciación vacilante que afecta a la consistencia de la lengua.
Pero, a diferencia de Mario Levrero, prolijo heredero de Kafka, Ferreyra es un discípulo plebeyo que lejos está de seguir al pie de la letra sus fórmulas. Si bien sus personajes son arrojados a una incesante tarea de desciframiento de los signos del mundo, lo hacen menos para alcanzar las altas esferas de un orden incognoscible, o desarticular las entrañas del poder, que para poder seguir donde están. Son férreos defensores del statu quo. Adolfo, por caso, está más próximo de Walser que de Beckett: no es la disolución aquello que invoca, sino el sometimiento.
Además, la lengua descarriada de Ferreyra, arcaizante y cacofónica, no persigue un efecto notarial sino cierto desaliño, cierta desprolijidad; una lengua que acusa el pasaje de Arlt, de Dostoievski y ―con el correr de las novelas― también de Céline. Una lengua fuera de quicio, en el sentido de la ausencia de coordenadas donde localizarla. Algunas escrituras son inmediatamente reconocibles por su léxico; la de Ferreyra es una de esas: términos como “zaherir”, “barruntar”, “hesitar”, “reconditez”, son parte del glosario personal del autor y marca de agua de sus libros.
Y es precisamente en el cálculo audaz de la lengua, en la puesta a prueba de la frase, y no en el eventual estudio de la autoridad o de las relaciones de dominio y alienación, donde reside lo político de esta novela. Al fin y al cabo, estas criaturas que ―siguiendo a Spinoza― luchan por su esclavitud como si se tratara de la libertad, no son excepciones, son el resultado de examinar la psiquis con microscopio. Por eso, más que un realista alucinado, Ferreyra es un patólogo de la normalidad.
Gustavo Ferreyra, El amparo, prólogo de Elvio Gandolfo, Godot, 2024, 232 págs.
Tanto la literatura del siglo XIX argentino como la que gira en torno a este parecen inagotables. Hay, además, una fórmula popular que dice que “para escapar...
Tres amigos se internan en las islas que el Paraná forma en la zona de Rosario, a pescar: Darío, el Tarta y Marín, un jovencito al que...
En contra de la poca esperanza que provoca hoy en día la idea de leer algo nuevo dentro de la llamada “literatura de denuncia”, Faltas. Cartas a...
Send this to friend