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Recordamos a Beatriz Sarlo (1942-2024) con esta conversación sobre La máquina cultural, uno de los tantos ensayos en que radiografió la cultura argentina con su indefectible atención al mundo simbólico, su fidelidad a las vanguardias y su inagotable curiosidad. Se publicó en Clarín en abril en 1998 y luego en el número 23 de la revista Espacios con una nota irónica sobre el periodismo cultural local: “Se publica aquí en su versión completa como una extensión a un comentario de Beatriz Sarlo en esta misma entrevista: ‘El periodismo cultural argentino es uno de los más cortos del planeta’”. Como sucede con las voces que cuentan, no ha perdido actualidad.
Durante sus clases de literatura argentina puede definir con precisión la “orilla” borgeana, pero también el impacto del comienzo de Anna Karenina, la irreverencia de una frase de Beavis & Butt-Head o la sutileza de un plano de Godard. También en sus ensayos y sus intervenciones críticas se ocupa de la cultura contemporánea sin más límites que la propia curiosidad intelectual: la literatura argentina o el cine europeo, los videojuegos o el lifting, los nuevos espacios urbanos o las configuraciones cambiantes de la política nacional. A todos sus objetos aplica la misma mirada intensa, con la ilusión barthesiana de aligerar hasta la transparencia la opacidad del mundo cultural y social.
En la conversación, sin embargo, describe esa abundancia y rigor reflexivos con cierto pudor, como si se tratara apenas de una inconstancia, “una atención dispersa sobre el mundo simbólico”. Habla segura, como si conociera las respuestas antes de las preguntas, pero se obliga a pensarlo todo de nuevo cada vez.
Beatriz Sarlo es profesora de la Universidad de Buenos Aires y de numerosas universidades extranjeras, directora de la revista Punto de Vista desde 1978 y admiradora ferviente de las vanguardias. No sorprende que en su último libro cuente la paradójica historia de una maestra a principios de siglo, vuelva a la mítica directora de la revista Sur, Victoria Ocampo, y recomponga siete cortometrajes filmados en una sola noche por un grupo de jóvenes vanguardistas a principios de los setenta, como relatos cifrados de “la máquina cultural”.
Graciela Speranza: ¿Por qué eligió estas tres historias para pensar la máquina cultural argentina?
Beatriz Sarlo: Dos de ellas, la historia de la maestra y la de los vanguardistas, son episodios desconocidos y me interesaba que apareciera el impacto de un hecho que tiene una cierta novedad y que al mismo tiempo puede ser incorporado a un sistema de ideas o hipótesis sobre la cultura argentina. Quería hacer un análisis cultural noticioso en ese sentido, que pudiera evocar en los posibles lectores la sorpresa y el interés que produjo en mí, por ejemplo, el relato de estos jóvenes vanguardistas puestos a filmar en una sola noche, nuevo como episodio aunque muy sistemático con mis ideas sobre la vanguardia. En el caso de la maestra, contar su historia fue como desenterrar una voz que había escuchado durante muchísimos años de mi vida y que, cuando empieza a resonar aparece casi completa, con la riqueza y los pliegues de los detalles concretos que creía olvidados. La historia de Victoria Ocampo, si bien no es desconocida, tiene también para mí cierta marca de novedad porque en el camino de la investigación, me encontré con algunas cartas inéditas, en principio las compiladas por Eduardo Paz Leston y luego las de la biblioteca de Princeton, que me permitieron pensar casi un ensayo de biografía.
GS: ¿En qué sentido son historias representativas de la cultura argentina de este siglo?
BS: La historia de la maestra se trama con una idea que tengo desde hace bastante tiempo de que la escuela fue una de las instituciones eficaces del Estado argentino. La escuela fue la gran máquina de incorporación de decenas de miles de personas al trabajo, a la ciudadanía y eventualmente a la política o al sindicalismo, pero se trata de una institución que tiene una doble cara. Porque si bien por un lado era una máquina de distribución democrática de saberes y bienes simbólicos, por otro pasaba el cepillo de acero del nacionalismo cultural, trazando el perfil de lo que tenía que ser el ciudadano o la ciudadana argentina con un sesgo autoritario en su limado de diferencias culturales, sobre todo en el caso de los inmigrantes o los hijos de inmigrantes. La escuela operaba esos dos movimientos si se quiere ideológica y simbólicamente contradictorios que aparecen en el relato de la maestra, y me interesan particularmente los episodios ideológica y simbólicamente contradictorios. También el episodio de los vanguardistas está habitado por el conflicto ideológico-político. Los jóvenes vanguardistas piensan que van a filmar durante una noche diez películas y que, llevándolas a un acto político, van a ser reconocidos como una vanguardia estética de una vanguardia política, pero cuando llegan son repudiados. En el caso de Victoria Ocampo, la centralidad de los hombres en su vida produce también enunciados contradictorios. Una mujer que contradice las leyes que la clase les da a las mujeres, pero que al mismo tiempo las contradice porque son los hombres los que aparecen como un elemento central en el nivel simbólico, pasional, sentimental de su vida.
GS: ¿Ese malentendido cultural que se describe en el caso de Victoria Ocampo es extensible a la cultura argentina?
BS: Si la traducción es marca de la modernidad occidental, el malentendido es marca de la modernidad de la periferia. Aquellos que no pertenecemos a campos intelectuales centrales, vivimos como a la sombra de la posibilidad del error propio y del error del otro respecto de nosotros, es decir, de ser mal comprendidos. Victoria Ocampo requiere permanentemente la atención del otro europeo y, cuando el otro la mira como una sudamericana radicalmente diferente, se siente herida por la mirada que le consolida su diferencia. Por supuesto que estoy polemizando con una tradición de lectura que por suerte ya no es hegemónica que ve en ella a una cosmopolita desligada de la Argentina, pero creo que es difícil pensar una intelectual más hundida en una problemática argentina que Victoria Ocampo, sólo que fraseada en la lengua de la traducción y de la mezcla.
GS: Como ya se insinuaba en otros libros, el ensayo va dejando más espacio a la narración. ¿Hay una mayor confianza en la eficacia del relato o una vocación narrativa que se combina con el ensayo?
BS: Es probable que, desde los microrrelatos de Escenas de la vida posmoderna o Instantáneas hasta llegar a estas tres historias, haya percibido que los relatos me ayudan a entender. Me produce cierta perplejidad pensar que no entiendo mejor hoy que hace diez años. Quizás hace diez años tenía hipótesis más filosas, convicciones más fuertes sobre cómo habían sido los procesos culturales en la Argentina. No quiero decir que no las tenga hoy, pero están como carcomidas por momentos. El relato entonces es una forma de reapoderarme de eso que huye, ciertas prácticas, cierto tipo de discursos. La organización narrativa me permitió hacer las interpretaciones que están tramadas con los textos de diversas formas, pero también es probable que haya un deseo ficcional, en el sentido de realizar una serie de operaciones que los géneros ficcionales hacen con sus materiales. En la última mitad del siglo XX se debilita la separación fuerte entre géneros ficcionales y no-ficcionales, y no sólo aparece el non-fiction, sino que empiezan a surgir ciertas formas de ficción teórica inclusive en las ciencias. En un punto soy absolutamente contemporánea de este proceso y no tengo una idea supersticiosa de los géneros. No sé si hay más que eso. Quiero decir, no veo una novela en mi futuro pero quizás sí mucha narración, sobre todo si tengo la suerte de encontrar algunas historias.
GS: Se dice en el libro que tanto la maestra como Victoria Ocampo como muchos de los entrevistados “cuentan bien”, “con precisión y colorido”. ¿Cuándo diría que alguien “cuenta bien”?
BS: En el caso del testimonio diría que el contar bien tiene que ver con una fuerte reactualización del pasado en el presente del relato. Uno de los directores, Ludueña, lo reactualiza de manera intelectual y hasta puede reinterpretarlo de una manera muy viva; otro de ellos, Carlos Sorín, se divierte mientras recompone el relato como si estuviera sucediendo. El relato testimonial vivo, y quizás esto pueda decirse de toda narración que tiene un pasado como referencia, es aquel que puede hacer que el pasado y el presente se entiendan entre sí y dialoguen.
GS: Hay también algo allí que excede el valor testimonial: momentos en los que la propia condensación y economía de la historia, o precisamente lo contrario, la abundancia de detalles aparentemente innecesarios, parecen decir más.
BS: En uno de los testimonios de la noche de los vanguardistas, por ejemplo, se dice que mientras se están filmando estas películas políticas, Cedrón, uno de los directores, entró seguido por un mozo con smoking con una mesita que llevaba bebidas. Ese hecho que alguien recuerda, y posiblemente recuerda erróneamente, es un suplemento narrativo y sin embargo ese plus ilumina aquello que efectivamente sucedió esa noche. En el caso de la maestra hay ciertos detalles de colorido, palabras que por suerte pude recuperar en el recuerdo. La maestra no dice “mi mamá me cosió una capita azul”, dice “una capa bleu”. Esa palabra desquicia la frase, la reordena y la desvía: no es la humillación de una chica que no tiene ropa simplemente, es la humillación de una chica que no tiene ropa y a la cual le cosen una capita “bleu”. En la narrativa el problema de nominación es fundamental. También Victoria Ocampo tenía el talento de la nominación.
GS: En todos sus libros pero sobre todo en los últimos hay un deseo evidente de encontrar formas de la crítica que, sin resignar el rigor y la densidad del pensamiento, extiendan el diálogo a otras disciplinas y a otros lectores. ¿Cuáles son los desafíos de la crítica hoy?
BS: Es difícil saber qué tiene que hacer un discurso que carece de un público. Si no hay nadie que espera ese discurso, la crítica quizás debe refugiarse blanchotianamente en lo que es. No creo que la crítica deba hacer la exhortación “Por favor léanme”. Una lectura es como una pasión, se recibe o se padece pero no se pide. Mímesis de Auerbach, uno de los grandes libros de crítica de este siglo, puede ser leído por un lector medio culto indiferentemente de la disciplina a la cual pertenezca su actividad. Eso ya no sucede con la crítica de fin de siglo que se ha tecnificado de un modo estridente. Quizás sólo haya sucedido en los últimos cuarenta años con Barthes, Sartre, Umberto Eco, Susan Sontag, y posiblemente con algunos libros de Deleuze que lograron atravesar cierto límite. Sería absurdo pedirle a la crítica que renuncie a las dificultades de su escritura, porque eso nos privaría de críticos como Blanchot. Vivimos en un mundo de lectores especializados y se ha perdido ese lector que durante el siglo XVIII y XIX se llamó en inglés el “common reader”. Quizás no existió nunca, quizás fue una ficción teórica. Pero estoy segura de que no existe hoy.
GS: ¿La posibilidad de restituir ese “lector común” no está más presente en el horizonte de algunos críticos que en otros? ¿No está en sus propias intervenciones críticas?
BS: Dudo de que pueda restituirse ese corte de lector. Si existe en mí el deseo de una audiencia, quizás la forma en la que negocio con ese deseo sea una cierta inconstancia respecto de los objetos, ocupándome no sólo de la literatura sino también de ciertas prácticas sociales, de los medios de comunicación de masas. Pero más que una estrategia deliberada, creo que se trata de una atención un poco dispersa sobre el mundo simbólico. Trato sí de mantener ciertas destrezas que vienen de mi especialidad primera porque creo que la crítica literaria como destreza de lectura es inigualable.
GS: Son esas destrezas las que permiten leer el mundo simbólico en otros objetos.
BS: Como es el discurso semántica y formalmente más denso y más resistente, lo que aprendemos leyendo literatura puede migrar hacia otros objetos, pero no a la inversa. Alguien que se ha enfrentado con el Ulises de Joyce, como es el caso de Umberto Eco, puede migrar y mirar la televisión. Quien se ha enfrentado sólo a la televisión no puede sentarse frente al Finnegans Wake y esperar que diga algo. El camino es de una sola mano.
GS: También están los límites concretos de los medios que imponen demandas ajenas a la crítica. ¿Es posible conservar la autonomía de la producción intelectual en los medios?
BS: Sin duda hay caminos posibles en los medios escritos. Aun pensando que el periodismo cultural argentino es uno de los más cortos del planeta, hay algo en el orden del control sobre la escritura que permite intervenir con cierta tranquilidad porque aún es posible cierto despliegue de ideas contradictorias. De modo que el problema central no está en el periodismo escrito, sino en los medios de comunicación audiovisuales donde no hay tiempo para la argumentación.
GS: Crean un vínculo negativo entre pensamiento y velocidad, como señala Bourdieu.
BS: Para poder debatir un tema controversial en la televisión sería necesario que las partes en controversia pudieran contemplar las objeciones que cada una despierta, considerarlas en su validez y luego discutirlas. Para eso se necesitaría un tiempo que la televisión como máquina no puede dar. Hay una anécdota fantástica del crítico de cine Serge Daney, que escribió crítica de televisión durante tres años en Libération hasta que un día dijo: “No escribo más sobre la televisión. Si la televisión no piensa, no tengo por qué pensar en ella”.
GS: Si tuviera que proyectar el funcionamiento de esos engranajes que describe en el libro hacia el presente, ¿cuál es el panorama? ¿Qué enseña, qué importa, que refuta y critica el arte de la cultura argentina hoy?
BS: En el caso de los vanguardistas, creo que ese momento de choque incandescente entre estética y política, de choque de dos esferas que en el momento en que se tocan producen acontecimientos interesantes, está completamente terminado. Esta diferencia es fuerte no sólo en la Argentina sino que es parte de la configuración de fin de siglo. Diría en cambio que hay allí ciertos rasgos de cultura juvenil que uno podría reencontrar en la cultura contemporánea. La forma del happening, del acontecimiento, por ejemplo, que se mantiene. En cuanto a la educación, obviamente, ese Estado que fue extremadamente eficaz ha dejado de serlo. No es la quiebra de una ilusión porque la creencia en que la escuela y los maestros son fundamentales en una sociedad subsiste y lo que rodeó a la carpa docente, con y sin polémicas, muestra que esa idea pervive. Pero el pilar estatal está completamente debilitado y no veo muchas posibilidades de su fortalecimiento a mediano plazo. Curiosamente, en el caso de Victoria Ocampo, un caso que pertenece a la cultura de elite más caracterizada, ciertas constantes se mantienen de manera más pacífica. Diría que la cultura libresca ha sufrido menos transformaciones.
GS: Seguimos importando cultura extranjera.
BS: Sólo que ahora importamos libros en un sentido material. No los traducen Pepe Bianco, Pezzoni, Victoria Ocampo o Borges sino que llegan en containers y van de allí a las librerías. Lo que se mantiene efectivamente es esa vocación de los argentinos de ser contemporáneos de la contemporaneidad.
GS: Por muchos motivos este es quizás su libro más personal.
BS: Seguramente, por las relaciones muy fuertes que tengo con todos sus protagonistas. En el caso de la maestra y de alguno de estos vanguardistas se trata de personas que compartieron o comparten largos tramos de mi vida. La persona que me cuenta por primera vez una de esas historias es Alberto Fischerman, uno de los hombres más inteligentes y más sensibles estéticamente que conocí, de modo que la implicación es muy fuerte. Y en el caso de Victoria Ocampo, es evidente que tengo una relación imaginaria muy fuerte. Por algún motivo, no he podido dejar de escribir sobre ella, siempre vuelvo.
GS: ¿Qué efecto produce esa proximidad?
BS: Diría que la proximidad con los personajes produce una cierta garantía de lo concreto, lo cual no implica ninguna verdad, sino más bien una recuperación de la experiencia a través de una zona muy material de esa experiencia. Más allá de eso, están las cuentas que uno ha arreglado mientras escribía. Quizás uno sólo escriba para saldar cuentas.
Imagen: fotografía de Alejandra López.
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