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La primera novela que Richard Ford publicó sobre Frank Bascombe, uno de los grandes personajes de la literatura norteamericana (un verdadero norteamericano —y esto aplica también para Ford—), fue El periodista deportivo, esa novela iniciática y demoledora de 1987 que se centraba en la vida de un Bascombe de treinta y ocho años, un escritor frustrado que se dedica a escribir sobre deportistas, luego de la devastadora muerte de su hijo Ralph, de nueve años, y un matrimonio imposible. Esa historia, que para la mayoría de los escritores podría haber sido un pozo sin fondo, un drama denso plagado de golpes bajos, en Ford se convierte en otra cosa: Bascombe, contra todo pronóstico, apuesta por ser feliz para sobrevivir; en lo mínimo, sí, pero su búsqueda esquiva es la de la felicidad. Luego la saga Bascombe siguió con las novelas El Día de la Independencia (1995) y Acción de gracias (2008), y los relatos de Francamente, Frank (2014), que parecían ensayar una despedida. Hasta que el año pasado volvió, ahora sí, para despedirse de manera definitiva con el quinto libro de la saga, su última y hermosa novela, publicada este año en español por Anagrama.
En Sé mía, Bascombe, que envejece a la par de sus libros, tiene setenta y cuatro años y nos narra, con su personal manera de contar, hacia adelante y hacia atrás, su presente desde el momento en que se entera de la enfermedad de su hijo Paul, de cuarenta y siete años, a quien le diagnostican ELA, y su decisión de cuidarlo a como dé lugar. Esto implica dejar temporalmente su acomodado trabajo como agente inmobiliario exclusivo para viajar a Rochester, al frío de Minnesota, a acompañar a su hijo durante un tratamiento en la Clínica Mayo y viajar juntos después en una van destrozada al monte Rushmore. Es decir, a treinta y seis años de su primera aparición, Ford nos regala un último viaje de Bascombe que tiene muchos puntos en común con su primera aparición: un viaje, la muerte de un hijo y esa incansable búsqueda de la felicidad. Con algunas diferencias sustanciales: esta vez su hijo es un adulto y Bascombe tiene la posibilidad de despedirse como corresponde. Y esa despedida, ese viaje, Ford lo sabe, funciona como la despedida a nosotros, sus lectores.
El libro está dividido en dos partes y tiene un prólogo y un epílogo titulados ambos “Felicidad”, el gran tema de Ford. En el prólogo hay una escena en la que Bascombe narra su encuentro en una reunión de ex alumnos con Pug Minokur, una leyenda del deporte estudiantil, que cuando eran jóvenes tuvo palabras de aliento para él, un deportista frustrado: “Todos albergamos grandeza dentro de nosotros”, una de las tesis fordianas. Un gesto, una amabilidad, que aún hoy le resuena. Bascombe, que nunca le había hablado más allá de aquel breve intercambio que lo marcó en su juventud, se le acerca para agradecerle, pero se da cuenta de que Minokur está perdido; no hace falta que Ford diga que tiene demencia senil, se percibe. No logran tener una conversación coherente, pero antes de que su nieto lo busque, Minokur le dice: “Estoy muy feliz” y le sonríe. Esa escena, que tiene todos los condimentos de Ford y adelanta lo que vendrá (ternura, vejez, olvido, nostalgia, familia), lleva a Bascombe a reflexionar que incluso alguien en ese estado se da cuenta de que no preocuparse por ser feliz es darle a la vida menos de lo que se merece. Y él quiere darle a la vida todo lo que se merece. Por eso la felicidad hay que buscarla, o como dice el narrador de la monumental Canadá: inventarla.
Luego, sí, la novela se dedica casi en su totalidad a la relación compleja entre padre e hijo, dos tipos comunes y solitarios que afrontan juntos lo desconocido. Pero lo desconocido, acá está la mano de Ford, no es sólo la ELA, esa enfermedad inevitable, esa muerte segura, sino también el viaje contra los pronósticos y contrarreloj (“Rushmore” también significa “más rápido”, porque así es: la proximidad de la muerte acelera el presente). ¿Cómo se puede afrontar eso? Por empezar, mirándolo de frente, pero tomándoselo a la ligera. Ford no le teme a la muerte, más bien lo encandila su misterio. Eso hace el hijo, que asume con entereza su condición, y el padre, que lo acompaña sin chistar, a pesar de su relación distante, de las rispideces que surgen, de ayer y hoy. De hecho, en muchos pasajes Bascombe se hace de paciencia tibetana para sortear los embates de su hijo —impenetrable y con un cuerpo ingobernable—, resentido por su cuidado, por su pasado. No le importa, se puede aguantar eso cuando la esperanza es que vivir —estar en marcha— le gane a morir; en su caso, permanecer con vida para que, en el momento en que su hijo la deje atrás, no esté solo. Otra tesis fordiana: el amor puede llegar muy lejos.
Podríamos decir que, además de la felicidad y la familia, el otro gran tema de Ford es la patria. Es más, en la novela la familia representa a la perfección a Estados Unidos: personas muy diferentes (Clarisa, la hija republicana, es el único personaje realmente odioso del libro), unidas por algo superior, una patria, una familia. No es casualidad que Ford haya elegido el monte Rushmore —un monumento que, como el autor, cuenta lo que significa ser estadounidense—, ícono de la democracia norteamericana, como destino final. Nostalgia por un país que ya no es, por una juventud que ya no vuelve. Aunque, claro, Ford también lo sabe, todo está en el viaje, no en la llegada.
En Sé mía (en español se pierde la rima —Be mine in Valentine— de un autor siempre atento a los sonidos), Ford afina su dotes características: los correlatos (la van destrozada, Estados Unidos como el paraíso de los tontos); los diálogos impecables, llenos de humanidad; el humor anticínico (“La alegría de hoy es la risa de hoy”, dirá); el rol de los personajes secundarios, vitales en su cosmovisión narrativa (no sólo les deja a ellos algunas de las mejores líneas, sino que a través de ellos pinta el “sueño americano”); la minuciosa preparación de las escenas (memorable como describe el patetismo de la vejez en un estacionamiento, dentro de un auto, con una tarjeta de San Valentín). Demuestra además que su realismo existencial, como alguna vez lo catalogó Banville, puede ser también un realismo sentimental.
En una entrevista que Nick Cave le dio a Stephen Colbert a propósito de Wild God, su último disco, el músico australiano, que en los últimos años perdió a dos de sus hijos, dice que una de las terribles verdades del dolor es que, incluso atravesado por él, es posible sentir alegría de una manera en que no parecía posible, que la devastación le hizo encontrar esperanza y que tener esperanza no es una posición neutral, es ser valiente. Eso mismo representa Bascombe —el dolor puede ser una paradoja— desde su primera aparición, y es algo que con este libro Richard Ford, que siempre fue un valiente, nos vuelve a recordar.
Richard Ford, Sé mía, traducción de Damià Alou, Anagrama, 2024, 400 págs.
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