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Antes de iniciar su Autorretrato, Jesse Ball menciona el libro homónimo de Édouard Levé. No lo hace para protegerse de acusaciones, tampoco para revivir viejos debates acerca de la noción de originalidad. Al fin y al cabo, además de una obra, lo que Levé ofreció fue un ejercicio puro y duro, una intervención al alcance de cualquier persona resuelta a inventariarse. El despliegue de la fragmentariedad que somos es una herramienta universal, y Ball lo sabe. Al margen de la coincidencia buscada —ambos tenían treinta y nueve años cuando encararon el proyecto— y de cierta restricción —Ball acometió la tarea en un solo día, urgencia cuya relevancia se invisibiliza en la lectura—, hay una invitación que atraviesa capas: de Levé a Ball, de Ball a quien sea. La etiqueta a respetar es la no jerarquización, la suelta plana de anécdotas que una biografía formularia seccionaría en capítulos de distinta categoría.
De todos modos, cuando funcionan, libros así dibujan sendas por las que se puede avanzar. Están ahí, en la espesura del párrafo único, camufladas entre otros caminos de lectura también disponibles para quien quiera seguirlos. Ball cuenta sobre su familia, sus relaciones amorosas, la gente extraña que conoció, los amigos que se le extraviaron, sus novelas, sus clases, sus gustos cotidianos, sus escarceos con la droga, y en la hemorragia de la palabra saltan solas asociaciones que forman series de hechos. A este reseñista, por los motivos que sean, lo encimaron las referencias a un hermano sin nombre —“También imitaba a mi hermano. Él lo odiaba con desesperación”, “He escrito sobre la influencia que ha tenido en mí mi hermano”, “Cuando estaba en la secundaria, vivía pensando en si debería desconectar el respirador artificial de mi hermano”—, arquetipo opaco que reencarna en varias de las ficciones del autor de Toque de queda. Pero es apenas uno de los tantos carriles que propone la arbitrariedad confesional; quien quiera ir amarrando las opiniones, las ínfulas de iconoclasta, los reparos y los prejuicios que Ball se exfolia a discreción, podrá hacerlo sin el más mínimo esfuerzo y en la dirección que le plazca.
“Desde los veinte años, una de mis especialidades ha sido tener sueños lúcidos. Sigo quedándome atónito al constatar que es un tema que no le interesa a nadie. Intento explicarles: ¡las aventuras que puedes tener!”. Este pasaje de Autorretrato da la pauta del libro paralelo o subsidiario —cada lector tendrá su decir— que lo acompaña en su edición argentina. El sueño, hermano de la muerte, título extraído de un himno litúrgico que otra vez tuerce lo fraterno, lo refracta y a su vez lo recompone, presenta una guía para quienes deseen tomar el control del mundo que asoma cuando se van a dormir. Más allá de alguna broma dispersa, la llamada no entraña equívocos. Hay una gimnasia a desarrollar, un adiestramiento de la mente, promete Ball. Recurrente en sus narraciones, la fascinación con la muerte como conducto toma ahora la forma de mentoría para viabilizar el infinito que nos estaríamos perdiendo.
Una comparación se impone: mientras que un libro nivela los acontecimientos de una vida hasta enrarecerlos de homogeneidad, el otro se postula como la brújula práctica de una exploración onírica. Una nueva subversión, en este caso de tránsito doble, de un escritor habituado a fabricar desconcierto. Autorretrato y El sueño, hermano de la muerte cruzan manuales para ingresar en territorio ajeno, o tal vez se trate de un único lugar mutante, un paisaje que se reformula de acuerdo con quién y cómo se lo observa, y entonces no haya más método que una complementación espontánea, el montaje de unas piezas que en el fondo señalan lo mismo.
Jesse Ball, Autorretrato, traducción de Virginia Rech, Sigilo, 2024, 128 págs.; El sueño, hermano de la muerte, traducción de Santiago Featherston, Sigilo, 2024, 88 págs.
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