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Con una primera parte estructurada como una novela de iniciación, Lo que no aprendí desanda el camino de un verano en la vida de Catalina en su Cartagena natal. En él confluyen el complejo vínculo con su madre, quien pasa de la dulzura a la violencia sin apenas mediación, la presencia de sus hermanas mayores, mellizas, ya imbuidas de los atributos de la adolescencia, y sobre todo la figura del padre, símbolo del misterio, de lo inalcanzable, y destinatario de las preguntas que rara vez tienen otra respuesta que las medias palabras: se trata de un sabio, un ser especial, un curador. En la historia que cuenta ese verano, el padre idealizado ya es una personalidad que carga, a su pesar o no (su voz apenas será “audible” en la trama), con la santificación que hace de él una mezcla de brujo de pueblo con sabio político. Tanto pobres como poderosos cuentan con él.
En el trasfondo del relato están presentes la figura todopoderosa de Pablo Escobar y la nueva Constitución de Colombia, a punto de ser aprobada, impulsada por el político conservador Álvaro Gómez, eterna imagen sonriente que fluye como el símbolo de la corrupción política de su país. Los dos polos, el narcotraficante devenido ídolo popular y el caudillo representante de la política tradicional que promueve un cambio para que nada cambie serán, en la imaginación de Catalina, los personajes sobre los que los adultos hablan, pero sólo cobrarán valor en tanto reflejados por la figura huidiza, pero omnipresente, del padre. La contracara será su vecino, Aníbal, que regresa al vecindario como el hijo pródigo, siempre rodeado del humo de la marihuana, y que forzará una suerte de iniciación sexual en Catalina, por demás inocente, pero disparadora del final de ese verano en el que esta descubrirá que su padre “se muere” en contacto con una realidad que no es la de esta tierra.
Luego de leída la primera parte, se tiene la impresión de que es poco lo que la novela puede aportar a un género ya muy transitado en la literatura. Sin embargo, la breve segunda parte produce una inversión de términos en la tradición del Bildungsroman. Catalina ya ha crecido y vive en Buenos Aires y es allí donde recibe la noticia de la muerte de su padre. El regreso a Colombia, el reencuentro con su familia, el viaje de su madre a Buenos Aires para pasar juntas una temporada, no implican una revisión del tiempo pasado, ni un mero intento de recuperar qué significó el padre en su niñez. Antes bien, se produce una puesta en cuestión de todo lo narrado. De lo que se trata, a fin de cuentas, es de que el breve verano narrado por Catalina es ese lapso reflejado por sus ojos y por su voz y, fundamentalmente, de cómo su identidad se ha construido a partir de esos retazos, que han formado un entramado que, años después, se demuestra impreciso: deberá aceptar que esos recuerdos son únicamente suyos, ni de sus hermanos, ni de su madre. Sólo quedarán la necesidad de construir algo con ellos y la figura de hombre sabio de su padre.
Margarita García Robayo, Lo que no aprendí, Planeta, 2013, 232 págs.
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