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Como José Martí, el exiliado cubano que contempló con fascinación el puente de Brooklyn y escribió sus crónicas norteamericanas, Harry Grant Olds fue uno de los grandes cronistas visuales de la Argentina de la primera mitad del siglo XX. Quizás porque para ser un gran cronista hay que ser un poco extranjero y un poco local, como lo fue Olds, que nació en Ohio y llegó a la Argentina a los treinta y dos años, pero pasó aquí más de cuatro décadas.
Las crónicas visuales de Olds son un relato del país. Ahí está la arquitectura de la nación: la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo, el hospital Rawson, las escuelas y las iglesias. Ahí están el Jockey Club, la sala de lectura del mítico Club El Progreso, el Zoológico, el Hipódromo. La Buenos Aires de Olds es como una de esas ciudades que fabula Italo Calvino, repleta de signos, carteles y letreros. Un espacio que hoy percibimos como mesurado pero, imagino, debía provocar la saturación que exuda la neoyorkina Times Square. Sin embargo, la cámara de Olds no adolece de porteñismo: ahí están Córdoba, Pergamino, Mercedes, Rosario, Paraná, el Gran Chaco.
Como lo indica la ley del género decimonónico “Vistas y costumbres”, por un lado, los espacios, por otro, sus habitantes. El viajero del presente no hace más que unir lo que el género visual separa en su particular reparto de lo sensible. Hoy vemos las imágenes de esos espacios vacíos y nos preguntamos qué tipo de sujetos los habitan. Otras imágenes nos responden con el caleidoscopio de la vida urbana: unos señoritos practicando esgrima, afuera, el ocio de las multitudes en parques, plazas y paseos. Al superponer lo que el género separa, reconstruimos el espacio público de la urbe como un lugar de encuentros extraordinarios que habilita las mil formas de ganarse la vida: el pescador, la choricera, el verdulero, el cebollero, el manisero, el lustrabotas. Incluso el vendedor de loras y de paraguas, porque todo puede comprarse en la calle.
Si nos preguntamos cómo vive toda esa gente que transita y trabaja en el espacio público, podemos espiar algunos interiores. La estampa del conventillo en la que gracias a la maestría técnica de Olds vemos con nitidez a más de cincuenta personas entre varones, mujeres y niños responde a la pregunta. La pequeña multitud posa para una cámara que no los registra con piedad o condescendencia sino con adusto respeto. La imagen puede decir algo sobre el hacinamiento, pero sobre todo nos cuenta que la familia nuclear y burguesa no es una institución natural, universal o atemporal, sino una forma de asociación tan breve como pobre de la que por suerte uno puede escaparse para salir hacia otras comunidades de compañeros de trabajo, amigos, vecinos, expatriados, migrantes.
Con la tenacidad del oficio, con un irrefutable dominio de la técnica que le permite obtener imágenes con detalles increíblemente nítidos y sostener el foco en escenas complejas y luz natural, Harry Olds toma la imagen de la Argentina que entra a la modernidad, como explica Alejandra Uslenghi en uno de los ensayos de Espejos de plata (CIFHA, 2024), el libro que reúne sus fotografías sobre las que reflexionan varios autores. En ese espejismo se dibuja el granero del mundo y la Cosmópolis que sueña Rubén Darío. Es la Argentina como destino sudamericano para los que escapaban de la Europa del desastre con la fantasía de hacerse la América. Esto no era la tierra prometida, el acceso a la tierra estaba vedado, las condiciones de trabajo y habitabilidad dejaban mucho que desear, pero algunas de las funciones del Estado no estaban en duda y los alojaba en la ciudadanía, en la escuela, en el hospital y en los trabajos.
A los que nos gusta la historia de la fotografía, las fotos viejas, las historias de rescates de vidrios llenos de hongos, que promueven peripecias de todo tipo para revivir la obsolescencia de la técnica, nos encanta este viaje al pasado. Nos dejamos llevar por la melancolía del blanco y negro y aceptamos con gusto el retorno a un mundo que ya no existe y que, sin embargo, añoramos vicariamente. A la vez, sabemos que la fotografía se aprovecha del tiempo y embellece un pasado que, seguramente, fue tan horroroso como lo es este presente. Por eso Espejos de plata es un libro que no le da paz a Olds, no le otorga el bronce y las exequias sino, muy por el contrario, lo resucita, lo vivifica.
Me propongo un pequeño juego: sustraigo algunas fotos de Olds y las barajo en el gran mazo de cartas de la historia fotográfica. Saco una imagen con una perspectiva bastante extraña, es la ciudad tomada desde arriba ofreciéndose como un conjunto de techos. Me recuerda a una foto insólita de Alicia D’Amico que representa la ciudad de una manera novedosa a la que luego nos acostumbrará el Google Earth. Saco otra y me detengo en un elemento que ocupa más espacio del que podemos esperar porque el fotógrafo le da protagonismo a un elemento que generalmente pasa desapercibido, la medianera, que se volverá casi un rasgo de estilo en la fotografía de Horacio Coppola. Ahora hago un díptico: a la izquierda la habitación en la Quema y a la derecha la choza qom. Son dos formas de habitar excluidas del relato Estado-nación. Entonces pienso en ese paradigma surgido a fines del siglo XX, más específicamente en los años ochenta, que Hal Foster llama “el artista como etnógrafo”: artistas que entraban en contacto con el subalterno porque confiaban en que allí estaban la utopía, la transformación y la revuelta. Me pregunto en qué puntos podemos abordar las fotografías de Olds a partir de ciertas preguntas que mueven el arte contemporáneo. Y encuentro en ellas una mirada preocupada por interrogar (aunque sea de un modo distinto al actual) la materialidad del mundo. Lo descubro como un arqueólogo del acero y el vidrio, con imágenes que capturan el encuentro entre el polvo más antiguo y el empedrado más moderno en una calle porteña. Un ojo atento al modo en que convivimos con materiales y objetos, toallas y cepillos, latas de kerosene.
Las fotografías de Olds y toda fotografía, creo yo, no documentan ni el pasado ni el presente. Son la prueba irrefutable de que el tiempo no es lineal. Hay un lugar que se llama imagen en el que pasado, presente y futuro se entreveran, superponen y conviven. Una foto de Olds me da la razón —o quizás se ríe de lo que digo— y muestra una historia de la movilidad: a la izquierda un carro, en el medio el ferrocarril, más allá un buque que conecta continentes. Por eso, Espejos de plata no es exactamente un libro de historia de la fotografía ni una publicación del trabajo de Olds. O lo es en gran medida y por el medio, en esas páginas donde se intenta reproducir con lealtad sus negativos de vidrio, así como su colección de postales, su correspondencia y su caligrafía, organizadas por el minucioso trabajo de archivo de Gabriel Margiotta.
Antes, en las páginas iniciales, el libro editado por Alfredo Srur, diseñado por Gastón Pérsico y Cecilia Szalkowicz y publicado por CIFHA, deja la reverencia y la asepsia de la tarea del historiador de la fotografía o del encargado del archivo y permite que la creatividad estética y el diseño editorial vivifiquen las imágenes. Los editores, entonces, ampliaron las fotografías de Olds, para que se viera el grano como quien dice esto no es una pipa o esto no es el comienzo de siglo XX, sino esto es una fotografía. Pero también para, como propone Ariel Authier en el prólogo, seguir los pasos del fotógrafo de la película de Antonioni (o del escritor de “Las babas del diablo” de Cortázar) y descubrir más gente en el conventillo y así, dotar de un rostro a esa masa anónima a la que en breve se la contaría por cabeza (o como cabecitas). O para señalar los vidrios rotos del Pabellón Argentino y revelarlo, no como un monumento, sino como una ruina elegante de una década infame. Después, en las páginas casi finales del libro, están las fotos de Alfredo Srur. Aquí hay dos series. En la primera vemos las imágenes del viaje que Srur hizo a Ohio, con un proyecto que puede ser de coleccionista o de un artista visual contemporáneo: reunir los negativos que estaban en el país donde nació Olds —y a donde los llevó su viuda, de regreso a la tierra natal— con los que estaban acá, en el país donde murió el fotógrafo de Ohio. Srur volvió con un baúl, se hizo amigo de un coleccionista norteamericano y sacó fotos en las que los ojos de Olds vuelven a abrirse para seguir produciendo imágenes, con otra cámara y otro nombre, ahora el de su editor, coleccionista y extraño discípulo, Alfredo Srur.
En la serie de Srur que cierra el volumen, Espejos de plata vuelve al principio. Vuelve a la fotografía de la vivienda en la Quema y hace con Olds lo que Res hizo con Antonio Pozzo cuando volvió a fotografiar los lugares por donde antes anduvo su cámara. Este es el principio porque la casucha hecha de latas de aceite importado es la imagen que Srur identifica como la más contundente que vio en su vida. Entre otras cosas, porque lo ató a Olds para siempre, lo volvió coleccionista, le disparó miles de preguntas, pero también porque funcionó como una suerte de espejo capaz de multiplicar las fotografías y lo hizo volver a ese lugar para tomar fotos, hijas o primas de esa primera imagen.
Ni técnica, ni lenguaje, ni documentación, la fotografía es una experiencia particular con el acto de ver, que como todo acto se desarrolla en el tiempo. Las imágenes refutan el tiempo lineal para proponer demoras y repeticiones, vueltas a un comienzo que no nos regresa al mismo lugar. Como pasa con estas fotos de Alfredo Srur que cierran el libro. La fotografía es una experiencia particular de la visión. Y ver es hacer contacto, tocar con los ojos la huella que dejó una materia humana o no humana, experimentar con los negativos que alguien gestó hace más de un siglo. Por eso la fotografía como experiencia, pertenece al universo de los afectos, de la admiración y el aprendizaje, el don y el legado. Es siempre un espejo de plata, como este libro.
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