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El título original del reciente libro de Craig Brown sobre Los Beatles —1, 2, 3, 4: Los Beatles marcando el tiempo (Contra, 2023)– juega sobre las variantes del significado del término time. Sabemos lo que significa en música, pero nadie ignora que el mismo signo refiere a época, momento, período. (Paul lo sabía, cuando en “Your Mother Should Know” cantó aquello de “She was born a long, long time ago”. No se refería solamente a los años transcurridos, sino a una determinada época, de cuando su madre era joven y escuchaba canciones como la que el hijo músico intentaba recuperar. Cronológicamente, no habían pasado tantos años. Culturalmente, una eternidad).
Los fabulosos cuatro marcaron con firmeza el tempo de sus canciones (vaya aquí, una vez más, el reconocimiento al muchas veces infravalorado Ringo Starr) y el tiempo histórico que les tocó vivir y que ellos modelaron a imagen y semejanza de su música. En unos pocos años convirtieron el apocado Londres de posguerra con sus rémoras victorianas en una escena multicolor, un estallido de felicidad juvenil, un nuevo Renacimiento con la imagen a la zaga del sonido. El pacto identitario entre su música y la época (time) en la que esta fue concebida tiene un poder metonímico muy notable. Desde luego, ellos no fueron los únicos; sí los mejores. Es una historia harto conocida, tantas veces narrada que cualquier intento de nuevo abordaje se ve amenazado por una batería de estereotipos y reiteraciones para lectores incautos. Sin embargo, el libro de Brown es otra cosa. O, en realidad, es eso mismo, pero bien hecho.
Con cierto prestigio como escritor satírico —ha sido columnista de la revista Private Eye y es autor de biografías de la princesa Margarita y Tony Blair—, el muy británico Craig se diferencia de los titánicos autores que lo precedieron (del brillante Ian MacDonald al exhaustivo Mark Lewisohn) al decidir partir del axioma de que toda buena biografía es la historia de una época, el fresco de una vida in time. Aquí cuatro vidas entrecruzadas abren el visor biográfico hasta convertirlo en un verdadero caleidoscopio poblado de figuras ilustres y fans anónimos, la familia real y la clase obrera de Liverpool, el localismo provinciano de la juventud del Merseyside y el éxito a escala mundial, inaudita. Desde luego, en el centro de la narración coral están John, Paul, George y Ringo con sus itinerarios individuales y convergentes, ese fabuloso artefacto “más que humano” finalmente irrepetible.
Pero lo que distingue el trabajo de Brown no es tanto el quehacer superconocido del grupo —aun así, sus observaciones sobre “I Am the Walrus”, “A Day in the Life”, “All You Need Is Love” y “Hey Jude” son muy perspicaces— como los suburbios temáticos que bordean el relato canónico. Como en ningún otro libro sobre Los Beatles, hay aquí una superpoblada galería de actores de reparto, algunos muy destacados: Fred, el irrecuperable padre de John; la tía Mimi, con sus modos high brow y sus intentos de autoridad sobre un sobrino que ella creía al borde del precipicio; el dentista psicodélico y casi abusador John Riley; el mitómano “Magic” Alex o el oficial de policía inglés y sabueso antidroga Norman Pilcher. Los demás “de reparto” son más conocidos: Brian Epstein, George Martin, Pete Best, Cliff Richard, Cynthia Lennon, Yoko Ono, el Maharishi, Bob Dylan, Elvis Presley, Noel Coward, Marlene Dietrich, Muhammad Ali, Los Rolling Stones, Leonard Bernstein, Ed Sullivan, Charles Manson y Phil Spector, entre otros. Tras la primera impresión de estar ante una acumulación de anécdotas bizarras, muchas de personajes irrelevantes, una lectura persistente —y, por cierto, muy agradable; Brown tiene un buen timing narrativo— nos permite entender por dónde va el biógrafo, cuál es su estrategia expositiva: desplazar el foco de aquí para allá. Hacer de cada uno de los ciento cincuenta capítulos —la desmesura como una de las bellas artes— una pieza relativamente autónoma de una constelación mayor. Sólo así las historias del guía del circuito Beatle en Liverpool o de Helen Shapiro y su efímero grupo colegial Suzie and the Hula-Hoops pueden cobrar algún sentido. Son tributarias de una historia mayor, pero para entender la relevancia de esta, aquellas son necesarias. Todo un pronunciamiento historiográfico.
A Yoko, Craig la trata con malicia: el escritor no le teme a la incorrección política. Si bien con otra información, se suma finalmente al coro anti-Yoko de tantos fans de Los Beatles. El ensañamiento de Craig puede deberse a cierta misoginia detectable en otras partes de su frondoso libro. (El análisis de la Beatlemanía se centra mayormente en la descripción de la conducta histérica de las fans, descuidando otros aspectos del fenómeno no menos relevantes). “En las décadas siguientes Yoko fue considerada una pionera del arte conceptual, aunque la idea de Duchamp de que cualquier objeto vulgar puede transformarse en arte por el simple hecho de presentarlo en una galería ya tenía por entonces medio siglo”, ironiza Craig. “Los más avispados han detectado también cierta tendencia a usar ideas ajenas en sus poemas con instrucciones. ‘Composition 1960#10’ de La Monte Young dice ‘Traza una línea recta y síguela’. ‘Piano Piece for David Tudor #1’, también compuesta por La Monte Young en 1960, dice: ‘Pon un fardo de heno y un cubo de agua en el escenario para que el piano puede comer y beber. El intérprete puede alimentar al piano o dejar que coma solo’. Estas piezas podrían ser de Yoko, pero no lo son. Su primer libro de poemas, Pomelo, se publicó cuatro años más tarde, en 1964”.
En la ácida crítica de Craig a la artista conceptual subyace la sospecha de que, en el fondo, Lennon era un tanto ingenuo; que, a diferencia de McCartney, se dejaba encandilar fácilmente por un vanguardismo poco relevante. (El relato de cómo reaccionaron los otros Beatles y Martin cuando John les hizo escuchar “Revolution 9” es bien elocuente al respecto). En ese sentido, el libro en ningún momento resulta complaciente con sus protagonistas, una diferencia no menor respecto a la infinidad de textos hagiográficos sobre el grupo. Pero la mordacidad del autor, especialmente aplicada a los años últimos de la historia, deja al descubierto un mito personal: la felicidad de los primeros Beatles —felicidad de ellos mismos irradiada a sus públicos— parece ser la de Inglaterra toda, aún ilusionada del progresismo del primer ministro laborista Harold Wilson, y por añadidura la del propio Brown. El escritor satírico termina entonces siendo un escritor nostálgico. Son varias las escenas —de eso trata el libro, de escenas del mundo Beatle—– en las que la escritura transmite una sensación de felicidad tal como supuestamente la vivieron los integrantes del grupo: “Eran las tres de la mañana del 17 de enero de 1964. Los Beatles estaban en su suite palaciega del hotel George IV de París tras haber dado el primero de varios conciertos en el teatro Olympia. Se habían puesto ya el pijama o el batín, y estaban descansando cuando Brian Epstein entró con un telegrama en la mano. ‘¡Chicos, sois número uno en América!’. Por una vez, hasta John se emocionó. Mal Evans, road manager de grupo, fue testigo de su entusiasmo. En ese momento los vio como un grupo de chavales eufóricos pegando brincos. […] ¿Volverían alguna vez a ser tan felices?”.
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