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Decimos de ciertos libros que envejecieron, o peor: que envejecieron mal, como si el paso de los años fuera un error inherente, casi una falla de carácter. Son libros que ya no se escriben, que están diseñados a partir de gustos que no corren más y de conflictos que la humanidad fue resolviendo o esterilizando a fuerza de negarles atención. Leídos desde el presente, es difícil empatizar con sus núcleos de sentido y las técnicas que los cincelaron. Cuando se dice que la forma es todo —aunque no lo sea, porque nada está hecho de una sola cosa—, lo que se señala es que en ella radica al menos un medio posible de supervivencia. Más allá de la universalidad temática, los libros del pasado que todavía leemos, y que todavía son actuales, tuvieron algo que decir sobre la forma. Tuvieron o tienen: ahí está el punto.
Poeta elogiado por W.H. Auden y Thomas Hardy, narrador de lo extraño y productor fecundo de obras infantiles, Walter de la Mare dio El regreso a la imprenta en 1910, cuando en el nivel cultural y simbólico el siglo XIX aún no había terminado. La Inglaterra de entonces era la capital de un mundo sólido, sin guerras mundiales, afianzado por certezas de las que pocas voces dudaban, mucho de lo cual puede verificarse en la premisa de la novela. Un hombre gris vaga por un cementerio, se duerme frente a una tumba rota y al despertar descubre que su cara ha mutado a otra más feroz, la cara de otro hombre. A partir de esa escena inaugural, el grueso de la trama avanza sobre los problemas minuciosos que lo sobrenatural impone. Están las sospechas de la esposa, el sigilo con los sirvientes, el encierro obligado, el no saber cómo abarajar a la hija que llega de visita. Arthur Lawford ha perdido algo más que su primer rasgo identitario: su lazo con la consistencia exterior.
Hablamos de un maleficio individual, no extensible. Una de las escasas personas a las que Lawford revela su tragedia es el párroco de la comuna, que en algún pasaje le advierte: “Usted no puede cambiar porque usted no es una ilusión. No tiene modo de salirse del juego, de destejerse, no hay hojas en blanco”. Si El regreso se hubiera escrito un par de décadas más tarde, el eje habría sido el opuesto —la identidad es un artificio y la hoja en blanco nuestra única fuente de libertad y penuria—, y si se hubiera escrito en los últimos dos o tres lustros el párroco habría tomado la forma de un físico cuántico o —el horror— un chamán con conexión nutricia a los decires de la madre tierra. Amén de las modas, en ambos casos se habría buscado una prosa más visceral, y acá es donde el asunto de la forma gana relevancia.
Ante las consecuencias atemporales de ver sustituidas sus facciones —Dorian Gray al menos tenía un espejo en el que diferir su dilema—, el protagonista de El regreso se entretiene en conversaciones que en el fondo son puros soliloquios combustionados por su perplejidad, el paternalismo del confesor, la inquina de la esposa, la incondicionalidad de la hija. Hay un orden manifiesto para las descripciones, paisajismos casi siempre ubicados al inicio de cada capítulo, y ni siquiera la aparición morosa de dos hermanos fantasmáticos anula la sensación de que lo fantástico en El regreso es la deriva luctuosa de unos cuantos barruntos de fin de siècle, suposiciones y entelequias que se estiran mientras el pánico real se acerca, sube, va subiendo.
Walter de la Mare, El regreso, traducción de Jorge Salvetti, Adriana Hidalgo, 2024, 356 págs.
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