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El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza, novela publicada en 1998 y ahora reeditada, impacta de movida por la espeluznante historia familiar que, de algún modo, la envuelve y la origina. Sin embargo, desde su cuidadoso movimiento de aceptación y de protesta frente al anclaje de lo cierto –motivado por algo semejante a lo que en el final se llama “actitud lírica”–, la historia puede ser leída como lo que también es: una narración extraordinaria.
Contados en primera persona por su protagonista, Mario Gageac, los doce capítulos en los que se divide el relato –alrededor de quince años de intervalo “real”: los nombres propios y ese manejo del tiempo son recursos que nos sitúan ya en la ficción– tienen como matriz o como impronta un trabajo de reconstrucción.
Resulta que, según se lee al comienzo –y es imposible pasarlo por alto–, instantes después de concertar un demoradísimo divorcio, Arón, el padre, sirve un par de vasos de whisky como para brindar. En sus manos, uno es arma. El contenido –vitriolo, cuya etimología y alquimia significados por el profesor italiano que más adelante interviene en la cura son reveladores–, es arrojado a la cara de Eligia, la madre, frente a Mario y los abogados. El daño es inmediato y, a la vez, es continuo.
Frente a este bestial, poderosísimo arranque, lo que viene, no obstante, no deja de deslumbrar.
Mientras Eligia y Mario empiezan con el periplo de la cura que los va a llevar a Milán –la milagrosa Italia de los sesenta es el escenario de la mayor parte de la novela; otro poco transcurre en un país con el peronismo proscripto–, Arón vuelve a la escena del crimen y la corona pegándose un tiro. Con ese bagaje, de un modo franco o a veces tangencial, con aciertos y retoques, emulando casi lo que pasa en la cara quemada de la madre, Mario va a transcribir, a recrear, el período de la restauración. El trabajo –el relato–, por áspero y escabroso, no va a ocultar descripción ni detalle. Abultamientos, huecos, tonalidades y costras se notan en las heridas de Eligia, y de la calavera al colgajo, su dolor, su silencio y su entereza serán una línea constante todo a lo largo. El mal y la crueldad, pero también la aceptación de lo propio, compondrán las notas fuertes, y breves, que dibujan una más tenue silueta del padre. El hijo, por su parte, se entregará a una deriva entre la responsabilidad diurna de la atención a la madre y las aventuras y el aprendizaje propios de una suerte de picaresca personal –trasnochada, bajo influjo persistente del alcohol– en la que el desengaño y ciertas dosis de cruda realidad observadas en los seres y en las cosas serán como una pátina que va tiñendo su carácter.
Invocando lo que en él dejó una educación en bellas artes, Mario será capaz de narrar un paisaje, el dolor, la piel abrasada o la agresión, y su íntimo parentesco con lo uno y lo otro, con una suerte de ojo crítico del mundo que sin embargo tiende a embellecerlo.
En su “Prólogo” a ese otro gran libro de este autor, Martín Albornoz acierta cuando señala que, al margen de lo biográfico o lo familiar, el modo de narrar este drama, sobre todo, es muy hermoso.
Jorge Baron Biza, El desierto y su semilla, prólogo de Nora Avaro, Eterna Cadencia, 2013, 224 págs.
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