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Samuel Beckett dijo que Finnegans Wake representaba la realidad según el paradigma ilustrativo para una regla no formulable. ¿Era una invitación a proseguir la lectura del libro o un argumento persuasivo para abandonarla? A excepción de los ensayos escritos por el propio Beckett y los once apóstoles restantes que, en un volumen de 1929, anunciaban la buena nueva de una obra en construcción, aún no contábamos con ningún texto autógrafo que nos introdujera en el territorio ilegible de la última novela de Joyce. Ahora tenemos Hotel de Finn (1923), que adelanta tímidamente los rasgos multilingües de su estilo tardío y que llega, tras ochenta años de retraso, gracias a la generosidad imprevista de las cosas póstumas.
Hotel de Finn explora la poética que Finnegans Wake exacerbaría una década más tarde: esa duermevela del lenguaje en la que los significantes celebran, para escándalo de la significación, sus afinidades electivas. Son diez viñetas que no dan tregua y donde cada párrafo interpela la inteligencia y la cultura del lector para ofrecerle de inmediato la recompensa de una carcajada. El ubicuo H.C. Earwicker y otros miembros del elenco humano de Finnegans se presentan aquí por primera vez. La colección tiene el inconveniente, eso sí, de comenzar con una exposición de la teoría óptica del obispo Berkeley escrita en antiguo anglochino comercial. Pero el resto es menos intransitable. “El cuento de una tina”, por ejemplo, reescribe en tan solo dos páginas la sátira homónima de Swift como parábola de la regeneración del hombre por el agua. En “La casa de las cien botellas”, encontramos al rey Rodrigo O´Connor bebiendo las heces de todas las copas en que brindaron sus predecesores en el trono. Otros relatos insisten, reinventándola, en la leyenda de Tristán e Isolda: en ocasiones, Tris e Issy se cortejan con romanticismo hiperbólico; en otras se gritan, respectivamente, “escoria” y “puta de mierda”. En “Las estacas de la memoria”, un cuarteto entrañable de olas marinas nos enseña que los modos de la historia no son tres sino cuatro: pasado, presente, ausente y futuro. No habrá lector que no se estremezca ante el texto que da fin al volumen: una larga carta redactada por la mismísima Anna Livia Plurabelle.
A la solemne grandeza del epos, los poetas alejandrinos opusieron la afiligranada composición del epilion, forma breve de la épica que los neotéricos romanos perfeccionaron. Doble paródico de Calímaco y Catulo, Joyce bautizó sus propias miniaturas experimentales con el nombre de “epiclets”. Entre la epopeya dublinesa de Ulises y la épica universal cosmogónica de Finnegans Wake, ahora se ubica Hotel de Finn, desopilante colección de “epiquitos” que también puede leerse como una espasmódica historia de Irlanda.
Finn’s Hotel se publicó por primera vez en inglés el pasado junio de 2013. La editorial Ithys lanzó tres ediciones de lujo, la más barata de ellas a 350 euros. Al inapreciable servicio literario que hizo con su versión anotada de Giacomo Joyce, Pablo Ingberg ha sumado esta traducción cuidadísima, suelta y acogedora del espectro de Joyce, que –epopeya nada pequeña– se publicó en castellano sólo tres meses después que el original, sin resignar ilustraciones, en formato y a precio de libro de bolsillo corriente.
James Joyce, Finn´s Hotel, traducción de Pablo Ingberg, Losada, 2013, 140 págs.
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