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Dallas Buyers Club

Jean-Marc Vallée

CINE y TV

Una de las mejores cosas que pueden decirse de Dallas Buyers Club es que promete algo distinto de lo que termina ofreciendo. Digamos que la primera media hora propone un catálogo más o menos superficial de lugares comunes destinados a retratar a uno de esos sujetos despreciables que Hollywood suele seleccionar de vez en cuando para aplicarles correctivos institucionales bajo la fórmula –cada vez peor solapada– de la “fábula” moral. En este caso, el elegido es Ron Woodroof (notable Matthew McConaughey), un electricista que en la hiperconservadora Texas de los años ochenta es diagnosticado como enfermo de sida. El retrato inicial del personaje (homofóbico, machista, violento, borracho y drogadicto) hace temer lo peor, esto es, la aparición de la enfermedad como una suerte de castigo divino justificado por una vida plena de excesos y desórdenes. Pero Dallas Buyers Club no es el relato de una expiación, sino el de una transformación. Podríamos decirlo de otro modo: en la lucha algo sorda y desproporcionada entre las dos películas que aquí conviven (la primera, el relato de una toma de conciencia sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto; la segunda, la progresiva adquisición de un modo de vida), el director canadiense Jean-Marc Vallée juega sus mejores recursos sobre esta última, y lo hace con convicción. Aunque no puede evitar algunos golpes bajos (la escena del supermercado) y convenciones lacrimógenas (el personaje de Jared Leto –Oscar al mejor actor de reparto, para más datos– está demasiado estereotipado como para ser tomado en serio y termina sobrando como una aceituna en un pan dulce), logra construir momentos de una notable intensidad para, justamente, delinear los modos y las formas en que un entorno específico y una época en particular operan sobre una personalidad. Ron Woodrof enferma y emprende un largo y complicado camino hacia la muerte, pero en el proceso su enfermedad lo civiliza, lo saca del patio trasero de la América white trash y lo transforma en un “ser humano” o, al menos, en el prototipo del ser humano delineado por las corporaciones (a las que terminará enfrentando) y el imperio de la publicidad. Hay una victoria pírrica en el vía crucis del protagonista, y eso es lo más interesante del film: el retrato del proceso de maquillaje de un muerto viviente que comienza a ser una molestia para muchos. Dijimos que el pase a la civilización de Woodrof lo humaniza, pero esa humanización tiene como horizonte el canje de su personalidad caótica e instintiva por la de un ejecutivo frío y calculador, alguien condenado a medirse con los flujos de información, el peso de las influencias y la mecánica abstracta de los negocios. Hacia el final del film, la estética personal de Woodrof es curiosamente similar a la que imperaba en los afiches publicitarios de cigarrillos de la época en que transcurre la película, todos ellos prototipos de una masculinidad paradójicamente sana. Woodrof se compra un Cadillac con los ingresos que percibe a través de la venta de tratamientos experimentales para combatir la enfermedad, se viste como un esclavo de la moda y emprende una batalla legal contra el imperio farmacológico que obstruye su negocio. Antes de que pueda darse cuenta, ha dejado de ser un cowboy para asumir los tics y las manías de un businessman. Todo esto convierte a Dallas Buyers Club en una película digna de ser leída con especial atención, que invita a capturar sus pistas y a descifrarla más allá de su cáscara algo truculenta y sensacionalista. En ese sentido, está mucho más cerca de la provocación indecente de La mosca (1986) de David Cronenberg (¿el mejor film hasta la fecha sobre el tema del sida?) que del apaciguamiento biempensante de la Filadelfia (1993) de Jonathan Demme. A diferencia de esta última, casi no hay miserabilismos en Dallas Buyers Club, excepto, quizás, en el título elegido para su distribución local (El Club de los Desahuciados), algo de lo que su director, por supuesto, no tiene la culpa.

 

Dallas Buyers Club (EEUU, 2013), guión de Craig Borten y Melissa Wallack, dirección de Jean-Marc Vallée, 117 minutos.

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